La Primera Internacional en la crisis revolucionaria española
La crisis política abierta por la revolución Gloriosa de 1868 y los acontecimientos que se sucedieron en un intervalo de tan sólo seis años, especialmente la proclamación de la Primera República en 1873, supusieron la puerta de entrada de las ideas anarquistas en el movimiento obrero español. El jalón más importante para esta recepción fue la creación de la sección española de la Primera Internacional, que coincidió con el contexto revolucionario del país y con el inicio de la pugna ideológica entre marxistas y anarquistas. El papel de la Alianza de la Democracia Socialista en esa fundación, y más concretamente de Bakunin, está fuera de discusión. Fue él quien decidió enviar a Giuseppe Fanelli para organizar la Internacional y la tendencia anarquista, que quedaron establecidas en Madrid y Barcelona entre noviembre de 1868 y mayo de 1869 respectivamente. La celebración del primer congreso de la sección española de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), en junio de 1870, que según Anselmo Lorenzo1 reunió a 90 delegados en representación de 140 sociedades obreras y 15.000 afiliados, supuso un importante avance para el ideario bakuninista. El congreso se declaró mayoritariamente enemigo de todo gobierno, ya fuese monárquico o republicano, y, abogó, en términos generales, por el abstencionismo político.
La sección española de la AIT jugó un importante papel en los acontecimientos del Sexenio Revolucionario (1868-1874), especialmente tras la derrota de la Comuna de París en 1871 y la fuerte persecución gubernamental lanzada contra sus militantes. Aquel periodo fue también el de la ruptura entre los partidarios españoles de Marx y de Bakunin, ampliamente explicadas y documentadas, y que transcurre paralela a la escisión internacional de la AIT. En la batalla ideológica entre marxismo y anarquismo, la Regional Española se posicionó a favor de este último: para febrero de 1872, la inmensa mayoría de las federaciones locales habían discutido y aceptado los postulados aprobados en el congreso anarquista de Sonvilier en noviembre de 1871, rechazando las decisiones de la Conferencia de Londres de la AIT en la que Marx y sus partidarios habían logrado una mayoría importante defendiendo la necesidad de que la clase obrera se elevase por encima de la lucha sindical y crease sus propias organizaciones políticas revolucionarias.
En comparación con la situación adversa que la Internacional atravesaba en Europa tras la derrota de la Comuna parisiense, la organización española de la Internacional contaba en diciembre de 1872 con 236 secciones y 20.352 militantes, y se había extendido a nuevas áreas de la península integrando en sus filas a los núcleos más conscientes de los trabajadores industriales y los jornaleros del campo. En esos años de formación del movimiento obrero moderno, la penetración del anarquismo se hizo patente. "La ideología anarquista -escribe Josep Termes-, en un principio patrimonio de una reducida minoría, ganaba a gran parte de la masa obrera socialmente activa. Esta ideología, de clara raíz bakuninista, fue expuesta en los congresos, en las asambleas locales y en los mítines; la prensa obrera se encargó de difundirla. Cerca de treinta semanarios internacionalistas la propagaban con machacona constancia (...) los miembros de cerca de trescientas federaciones se mantuvieron fieles a los principios que creían eran los fundamentales de la Internacional: apoliticismo, antiestatismo, federalismo y colectivismo".2
Los debates que habían culminado en la escisión fueron especialmente virulentos en lo referido a la participación política de los trabajadores, y si los líderes anarquistas lograron mantener su preponderancia fue gracias, entre otros factores, al profundo desengaño que las políticas de los republicanos burgueses y pequeñoburgueses provocaron entre la clase obrera. No obstante, la polémica teóricamente zanjada tras la escisión, se reprodujo una y otra vez en las filas de los internacionalistas de aquel periodo y reapareció en cada uno de los periodos de auge de la lucha de clases de los sesenta años posteriores y a medida que los anarcosindicalistas aumentaban su influencia y militancia. Un debate que proyectaba las contradicciones surgidas de proclamar un abstencionismo radical y la práctica cotidiana de numerosos trabajadores que no renunciaban a poner su sello en la lucha política.
La polarización social no amainó en los primeros meses de la Primera República. En numerosas ciudades de Andalucía, en Valencia y Cartagena, los llamados republicanos intransigentes, descontentos por la lentitud del gobierno en implantar las reformas federales, se alzaron en armas a mediados de julio de 1873. Aunque el movimiento cantonalista fue desautorizado formalmente por los líderes aliancistas de la Regional Española como una maniobra burguesa, esto no impidió que en diferentes zonas los militantes internacionalistas, y numerosos trabajadores, se batieran en las barricadas en una lucha improvisada y sin esperanza. De hecho, en la ciudad alicantina de Alcoy, sede del Consejo Federal de la Regional Española desde finales de 1872 y donde la fuerza de la AIT era indiscutible, sus partidarios pusieron en práctica las tácticas insurreccionales pregonadas en su propaganda. Tras la convocatoria de una huelga general el 7 de julio, los internacionalistas se hicieron con el control de la ciudad y crearon un comité revolucionario, en el que participaban también destacados republicanos intransigentes. Pero la insurrección de Alcoy quedó aislada y fue derrotada.
Los levantamientos cantonales fueron aplastados por una feroz represión militar: cientos de trabajadores anarquistas fueron ejecutados, y muchos más arrojados a las cárceles. Tras el golpe militar de finales de 1874, que dio paso a la restauración borbónica, los internacionalistas se sumieron en la clandestinidad y sufrieron la desarticulación de las sociedades obreras. En este momento de reflujo profundo, muchos líderes anarquistas se fueron inclinando hacia las tácticas estériles del terror individual, pero estos métodos no fueron aceptados por una masa obrera en retirada ni tampoco por un sector de los propios internacionalistas, anarcosindicalistas, que había logrado conservar su conexión, aunque precaria, con el movimiento.3 En 1881, y al amparo de la relajación represiva del gobierno, los restos de la vieja sección de la AIT celebraron un congreso en Barcelona en el mes de septiembre. En él se tomó la decisión de reorganizar las fuerzas bajo el nombre de Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). Sin embargo, la perspectiva de avance quedó rápidamente frustrada tras los turbios sucesos de la Mano Negra4 en Andalucía, con los que el gobierno de la Restauración realizó un gran montaje publicitario para lanzar una nueva andanada represiva: se dictaron 300 condenas de cárcel y 8 ejecuciones. La Federación colapsó en pocos años. La historia del movimiento anarquista en la década siguiente es una crónica de fragmentación, atomización y aislamiento.
El arraigo del anarquismo
La historiografía sobre el movimiento obrero español ha mantenido una larga polémica acerca de las causas del arraigo del anarquismo y del anarcosindicalismo. Algunos autores llegaron a explicarlo por el carácter apasionado y mediterráneo de los pueblos españoles, lo cual no aclara, por ejemplo, la amplia presencia anarquista entre los trabajadores coruñeses, entre los campesinos y pescadores vigueses, los metalúrgicos asturianos o los obreros zaragozanos.5 Estas justificaciones, que no trascienden el terreno de las apreciaciones psicológicas o los prejuicios nacionales y locales, no sirven para comprender un fenómeno que es, ante todo, político y social.
En términos generales, el anarquismo arraigó en países donde la concentración en grandes empresas no era alta y el campesinado tenía un peso predominante. Su programa se adaptaba mejor a las ideas de los pequeños campesinos propietarios, fustigados por el atraso de la producción agraria y la competencia de la gran agricultura capitalista, de los artesanos e, incluso, de los trabajadores de pequeñas empresas que mantenían fuertes lazos con el campo. El individualismo, la percepción del Estado como responsable de las cargas impositivas que arruinaban el fruto de su trabajo y anulaban su libertad individual, y el apoliticismo -que encontraba un terreno fértil en la medida que cundía el desencanto con los políticos burgueses y pequeñoburgueses radicales que los utilizaban como fuerza de choque en sus maniobras políticas, para luego volverles la espalda- pudieron surgir más fácilmente en estas clases.
Los anarquistas españoles estuvieron influidos por distintas fuentes teóricas y acusaron las presiones de las diferentes clases que protagonizaban las luchas de aquel momento. Desde el inicio, las observaciones doctrinales del bakuninismo enlazaron con el pensamiento político de los socialistas utópicos, y con las ideas radicales de la pequeña burguesía republicana. También el sindicalismo en sus diferentes variantes, incluyendo las sociedades obreras que practicaban una acción descaradamente oportunista, influyó en la configuración del pensamiento y la acción anarquista.
El auge del capitalismo que vivió Europa en el último tercio del siglo XIX aceleró la crisis de la producción artesanal y de la agricultura de subsistencia. En este contexto de transformaciones materiales profundas, las contradicciones doctrinarias del anarquismo se hicieron cada vez más evidentes. La crisis del anarquismo de fin de siglo no fue sólo el resultado de la represión policial, fue un reflejo de la polarización creciente entre la burguesía y la clase obrera. Sin embargo, el fenómeno no era homogéneo. La presencia del anarquismo se mantuvo en España, Italia, Rusia y, en menor medida, Francia, y las razones no pueden explicarse solamente por el atraso económico de estos países.
Analizando el fenómeno en su conjunto y huyendo de una visión unilateral, hay muchos factores que explican la importancia y permanencia del movimiento anarquista en España. En los jalones más destacados de la malograda revolución burguesa, el campesinado fue utilizado en las empresas liberales, pero nunca vio satisfechas sus demandas. Este hecho recurrente generó frustración y resentimiento hacia la política, que no se debilitó con el tiempo. Por otra parte, la clase obrera de la primera década del siglo XX se forjó de una manera explosiva, nutriéndose de un aluvión de jornaleros que huían de unas condiciones de vida miserables, pero que no mejoraron mucho sus condiciones. Concentrados en los arrabales urbanos, sometidos a una explotación brutal, con organizaciones de resistencia muy precarias, se tuvieron que enfrentar a la codicia de los patrones y a los disparos del ejército y la Guardia Civil. Los anarcosindicalistas conectaron en la práctica con las aspiraciones de esta gran masa de trabajadores, se enfrentaron con tesón y energía a las provocaciones patronales y a través de la acción directa conquistaron más derechos para el movimiento que todas las prudentes maniobras parlamentarias de los reformistas (republicanos y socialistas incluidos). Por tanto, los factores que explican este arraigo están relacionados con la propia configuración de la sociedad burguesa española, la tradición histórica del anarquismo desde los tiempos de la Primera Internacional, la dureza de la lucha de clases y, especialmente, con el rechazo primario al carácter reformista y posibilista de la dirección socialista (PSOE y UGT).
Sindicalismo revolucionario
La lenta recuperación económica de principios del siglo XX, impulsada por la repatriación de los capitales coloniales y que culminaría en el auge económico que vivió el Estado español coincidiendo con los años de la Primera Guerra Mundial, no evitó el aumento de las penalidades del campesinado y las familias obreras -que sufrieron duramente la carestía de los productos de primera necesidad- preparando un nuevo estallido en la lucha de clases.
En ese contexto, la Unión General de Trabajadores (UGT), creada el 12 de agosto de 1888, y que durante años tuvo una escasa implantación en Catalunya y una presencia limitada en los principales núcleos obreros, vio acrecentar sus efectivos: en 1904 contaba con 363 secciones y 55.817 militantes. Nuevas zonas, como Vizcaya y Asturias, proporcionaron un flujo de militantes al sindicato socialista, que pudo así compensar su debilidad organizativa en Catalunya. Por su parte, los núcleos sindicalistas anarquistas empezaron una difícil labor de reconstrucción de las organizaciones obreras en Catalunya, pero las dos movilizaciones generales que impulsaron en 1901 y 1902, lejos de aumentar la influencia de los anarquistas, la mermó.
A partir de 1907 se produjo un salto en la organización y la reagrupación del sindicalismo de raíz anarquista con la constitución de una nueva federación local barcelonesa de sociedades de resistencia al capital, Solidaridad Obrera (SO). La nueva organización experimentó un importante crecimiento y para su primer congreso (septiembre de 1908) agrupaba a 109 sociedades; para mayo de 1909 había alcanzado la cifra de 15.000 afilados en toda Catalunya, fundamentalmente en Barcelona y las localidades cercanas. El panorama abierto en el sindicalismo catalán empujó a muchos militantes anarquistas locales a integrase en Solidaridad Obrera, aconsejados por figuras como Anselmo Lorenzo o el propio Ferrer i Guardia. Pero esta decisión estuvo sobre todo inspirada en el ascenso de la corriente sindicalista revolucionaria, surgida en Francia como respuesta a la deriva reformista de los dirigentes socialistas y a la esterilidad de la propaganda del hecho y los actos nihilistas que habían aislado a los militantes libertarios de las grandes masas obreras. Las ideas esenciales de este sindicalismo revolucionario fueron expuestas en el congreso de la CGT francesa de octubre de 1906, celebrado en la ciudad de Amiens, cuya declaración fundamental fue conocida históricamente como la Carta de Amiens.
A pesar de que los sindicalistas revolucionarios mantenían su rechazo doctrinario a la participación del sindicato en política, algo imposible de cumplir en la práctica; que la carta no decía apenas nada del tipo de sociedad alternativa al capitalismo tras la revolución social; que sustituía el papel del partido revolucionario por el sindicato, o que elevaba a fetiche la idea de la huelga general revolucionaria como medio para acabar con la sociedad capitalista, la Carta de Amiens reconocía la necesidad de la lucha de clases y la acción revolucionaria colectiva de los trabajadores, asestando un duro golpe a la mentalidad individualista del anarquismo.
La prueba de fuego para la nueva organización sindical catalana no tardó en llegar. Durante los acontecimientos de la Semana Trágica en Barcelona, en julio de 1909, los dirigentes de SO se vieron desbordados por la iniciativa de las masas: la protesta contra la guerra en Marruecos y el envío de quintas forzosas se transformó en un auténtico movimiento revolucionario. La represión contra los trabajadores insurrectos, aislados en la capital catalana por la negativa de la UGT y el PSOE a extender la lucha al conjunto del Estado, fue tremenda: más de 2.500 trabajadores fueron detenidos y los tribunales de excepción militares procesaron a 1.725 de ellos. Entre el 1 de agosto de 1909 y el 19 de mayo de 1910 se realizaron 216 consejos de guerra, que dictaron 175 condenas de destierro, 59 de cadena perpetua y 5 penas de muerte, entre ellas la del pensador anarquista Ferrer i Guardia. Los sindicatos que integraban SO fueron perseguidos y tuvieron que pasar nuevamente a la clandestinidad.
La fundación de la CNT y el anarcosindicalismo
 
 Desde que se creó Solidaridad Obrera el movimiento obrero de corte  anarcosindicalista vivió un importante renacimiento. En noviembre de  1907 se fundó la Federación Regional Extremeña y surgieron también una  gran cantidad de federaciones locales en toda la península, entre las  que destacaron las de Coruña, Zaragoza, Gijón y Granada. Los dirigentes  sindicales influidos por el sindicalismo revolucionario utilizaron estos  avances, y su prestigio tras la represión de la Semana Trágica, para  dar un paso trascendental: el segundo congreso de Solidaridad Obrera,  celebrado en noviembre de 1910, decidió la constitución de la  Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Un año más tarde, durante el I  Congreso de la CNT (8 al 10 de septiembre de 1911), la nueva central  obrera contaba ya con 140 sindicatos adscritos y 26.571 afiliados, la  mayoría de Catalunya y Zaragoza, un crecimiento que supuso la definitiva  consolidación orgánica del sindicalismo revolucionario en España. 
 Esta importante expansión respondía a diversas razones. En primer lugar,  la creciente actividad huelguística: el año 1911 contabiliza más de 151  conflictos con más de 35.000 trabajadores involucrados, muchos de los  cuales fueron atraídos por la acción directa propugnada por la CNT. En  segundo lugar, el giro político del movimiento socialista afianzó las  posiciones ideológicas de la CNT: "Fue precisamente el establecimiento  de la conjunción republicano-socialista uno de los motivos principales  que contribuyeron al éxito del sindicalismo revolucionario; en el  sentido de que ello fue visto -incluso dentro de las fuerzas  socialistas- como una colaboración de los socialistas con las fuerzas  burguesas, lo cual suponía, para los sectores sindicalistas, una  confirmación de las críticas que ellos hacían no sólo a la política como  una cosa de burgueses, sino a los socialistas por seguir una línea  electoralista y de colaboración".6
 La mayoría de los militantes anarquistas se sumaron a la nueva  organización, incorporando su bagaje ideológico pero aceptando, además,  una gran cantidad de ideas del sindicalismo revolucionario. El éxito de  los anarcosindicalistas se explica, en gran medida, por su abandono de  las ideas del anarquismo puro, de las concepciones más individualistas,  conspirativas y humanistas, en beneficio de la acción de masas y la  lucha de clases. Pero a medida que aumentaban su influencia, la  contradicción entre las necesidades tácticas, estratégicas y  programáticas del proletariado, por un lado, y los prejuicios  anarquistas sobre la política y el poder, por el otro, se convirtieron  en un obstáculo formidable para el éxito de la revolución. 
 
 Agitación campesina en Andalucía
 
 En agosto de 1917 una gran huelga revolucionaria conmocionó el país, y a  pesar de que su dirección, en manos de los socialistas y republicanos,  fue incapaz de asestar el golpe definitivo a la Monarquía, y de que la  lucha acabó en derrota, el reflujo del movimiento fue muy limitado y  temporal. En realidad, el régimen de la Restauración estaba  definitivamente quebrado y los acontecimientos posteriores no hicieron  más que darle la puntilla.
 Entre 1918 y 1920, el gran descontento provocado por la crisis económica  combinado con el impacto del triunfo bolchevique en Rusia, dio lugar a  una ofensiva general de la clase obrera. El movimiento jornalero en  Andalucía y los trabajadores industriales catalanes protagonizaron una  oleada de ocupaciones de tierras, huelgas masivas y enfrentamientos con  el ejército y la policía, de una envergadura hasta entonces desconocida.  Aquellos tres años ininterrumpidos de guerra de clases, conocidos como  el trienio bolchevique, mostraron el avance formidable de la conciencia  socialista de miles de trabajadores y la creciente madurez de las  condiciones objetivas para la revolución socialista, pero también  dejaron al desnudo las carencias de la izquierda revolucionaria  española. 
 El movimiento anarcosindicalista acogió con júbilo las noticias del  Octubre soviético, lo que contrastó marcadamente con las manifestaciones  públicas de cautela y prevención de los dirigentes del PSOE. Toda la  prensa anarquista reflejó un apoyo entusiasta al bolchevismo, incluida  la orientada por los que se llamaban a sí mismos anarquistas puros, como  el periódico Tierra y Libertad. Cada noticia proveniente de Rusia era  propagada y tamizada por el crisol del catecismo anarquista español:  desde los decretos de expropiación de los terratenientes y la entrega de  la tierra a los campesinos, hasta la declaración bolchevique a favor de  una paz sin anexiones aprobados y la lucha librada contra la  intervención imperialista para aplastar el nuevo poder obrero.
 Está fuera de discusión que el triunfo bolchevique generó una amplia  reflexión sobre los principios bakuninistas: las ideas sobre un Estado  obrero de transición, la dictadura del proletariado o el papel de la  organización revolucionaria fueron reconsideradas. La posición leninista  a favor de la destrucción del Estado burgués y su crítica demoledora a  los próceres de la Segunda Internacional cautivaron a muchos militantes y  dirigentes anarquistas. Manuel Buenacasa, futuro secretario del comité  nacional de la CNT, se transformó en un entusiasta seguidor de la  revolución de Octubre y de los soviets, a los que comparaba con las  federaciones obreras anarcosindicalistas. 
 Así fue como la consigna "Viva Rusia", pintada con brocha y en letra  gruesa, llenó las paredes blancas de los cortijos y se convirtió en el  grito de guerra del mayor movimiento campesino desde comienzos de siglo.  De esta insurrección jornalera en los campos andaluces levantó acta  Juan Díaz del Moral en su celebre libro Historia de las agitaciones  campesinas andaluzas: "A fines del año, la prensa burguesa y la prensa  obrera esparcieron a los cuatro vientos el relato de un hecho estupendo:  en Rusia los bolcheviques se habían hecho dueños del poder público, y  de la noche a la mañana aplastaron a la burguesía e instauraban un  régimen netamente proletario y se disponían a ajustar la paz con  Alemania. La noticia produjo el efecto de un explosivo entre los  militantes del proletariado español, especialmente entre sindicalistas y  anarquistas. Los toques de llamada resonaron, como al comenzar el  siglo, en todos los confines de la Península (...) Desde diciembre de  1917 no hay número de Tierra y Libertad, Solidaridad Obrera, de  Barcelona; La Vida del Cantero de Madrid, y La Voz del Campesino de  Jerez, que no llene sus columnas con noticias y fervientes loas de la  gran revolución".7
 La confianza del movimiento en sus propias fuerzas se robusteció gracias  a la actividad incansable de los propagandistas anarquistas y  anarcosindicalistas. La lucha del proletariado rural fue formidable. En  1918, el número de huelgas campesinas fue de 68; al año siguiente, el  Instituto de Reformas Sociales registraba 188, y la cifra alcanzaba 194  en 1920. También los datos sobre horas perdidas y huelguistas, muestran  las dimensiones tan amplias que adquirió el movimiento: se pasó de 1,8  millones de jornadas perdidas en huelgas en 1917 a 7,3 millones en 1920;  el número de huelguistas, de 71.400 a 244.700 en el mismo periodo.8 El  esfuerzo de organización anarcosindicalista en los pueblos andaluces,  pero también en Valencia, Murcia y Zaragoza, permitió una gran  penetración de la CNT entre los braceros y los campesinos. A finales de  marzo de 1920, Salvador Seguí informó al comité nacional de las  siguientes cifras de afiliación: Aragón, 60.000; Andalucía, 160.000;  Levante, 180.000.
Barcelona, capital obrera
 
 El poderoso movimiento campesino interactuó con el auge huelguístico de  los trabajadores industriales catalanes. En palabras del historiador  Gerald H. Meaker: "para el otoño de 1918 era evidente que España iba  deslizándose hacia una situación revolucionaria o prerrevolucionaria. Y  esta crisis, que hacia marzo de 1919 había llevado a algunos de los  principales periódicos conservadores a pedir una dictadura para salvar  al país del bolchevismo, llevaba en sí algo que la crisis de agosto de  1917 no tuvo: una dimensión tanto urbana como rural".9
 En ese momento, la táctica de los anarcosindicalistas en el frente  industrial sufrió un giro con el lanzamiento de los sindicatos únicos,  que permitió superar la fragmentación de las viejas organizaciones  obreras por oficios, confiriendo un carácter centralizado y unificado al  movimiento obrero. Esta nueva orientación tuvo su plasmación más  importante del 28 de junio al 1 de julio en el barrio barcelonés de  Sants, con la celebración del congreso de la Confederación Regional del  Trabajo (CRT), la organización cenetista en Catalunya. Con la creación  de los sindicatos únicos en aquellas condiciones de ascenso  revolucionario, decenas de miles de trabajadores se afiliaron a la CNT,  que avanzó mucho más y más rápido que la UGT. Sólo en Catalunya, la CNT  pasó de 107.096 afiliados a finales de 1918 a 345.000 a finales de 1919,  alcanzando los 700.000 en todo el país e implantándose en zonas como  Asturias y Vizcaya, tradicionales bastiones socialistas. La combatividad  cenetista, su propaganda a favor de la revolución de Octubre y la  actividad incansable de sus activistas conectaron con las aspiraciones  del movimiento obrero y campesino mucho mejor que los métodos rutinarios  y conservadores de la UGT. 
 La primera gran prueba para la CRT después del congreso de Sants tuvo  lugar a partir del 5 de febrero de 1919, con el inicio de la huelga en  la Compañía de Fuerza e Irrigación del Ebro, popularmente conocida como  La Canadiense. La dirección del conflicto estuvo a cargo de los  responsables del comité de la CRT y de Salvador Seguí, el líder más  reconocido y con más autoridad de la CNT. La lucha se prolongó durante  44 días. Gracias al Sindicato Único de Obreros de Agua, Gas y  Electricidad de la CNT, el paro se extendió a otras compañías eléctricas  catalanas, incluyendo los transportes de la provincia de Barcelona, que  quedaron paralizados; también se sumaron los obreros textiles, de tal  forma que el conflicto, iniciado en una empresa sin tradición sindical,  se convirtió en una huelga general de la industria que afectó al 70% de  todas las fábricas de la zona de Barcelona. 
 La represión del gobierno Romanones y del capitán general de Catalunya,  Milans del Bosch, no pudieron abortar esta magnífica demostración de  fuerza que terminó con un sonado triunfo para los obreros. El acuerdo  final recogía que todos los trabajadores encarcelados, exceptuando los  pendientes de juicio, serían puestos en libertad y que todos los  despedidos serían readmitidos en sus puestos sin ningún tipo de sanción,  pero además se arrancó la subida de los jornales y el pago de los  salarios no percibidos por los días de huelga. La victoria tenía un  alcance histórico. Al convertirse en general, la huelga de La Canadiense  también dejó claro algo fundamental: no existe una muralla  infranqueable entre las demandas económicas y las reivindicaciones  políticas. Aquella lucha se podría haber convertido en una poderosa  palanca no sólo para elevar el nivel de conciencia de los trabajadores,  algo que en parte se logró, sino como un paso decisivo en la  organización política de las masas obreras. 
 
 Los anarcosindicalistas y la Tercera Internacional
 
 Numerosos sectores del sindicalismo revolucionario y anarcosindicalista,  que habían repudiado la política colaboracionista de los líderes de la  Segunda Internacional, se sintieron poderosamente atraídos por el  triunfo revolucionario de Octubre y la política del bolchevismo. En  Francia, un importante grupo de estos sindicalistas revolucionarios, que  habían mantenido una posición internacionalista durante la guerra, se  adhirió a la Tercera Internacional. En Gran Bretaña, muchos delegados  obreros (Shop Steward) se acercaron a los bolcheviques y un buen número  de ellos engrosaron las filas del Partido Comunista británico. Este  también sería el caso de los IWW10 (Industrial Workers of the World) en  EEUU. 
 La publicación y posterior traducción al alemán y francés de la obra de  Lenin El Estado y la revolución tuvo un gran impacto en estos círculos.  "Las tesis teóricas y prácticas de Lenin sobre la realización de la  revolución -escribía, en septiembre de 1919, el anarquista alemán Eric  Musham desde la fortaleza de Augsbach, donde estaba prisionero- han dado  a nuestra acción una nueva base. Ya no hay obstáculos inseparables para  la unificación del proletariado revolucionario entero. Los  anarco-comunistas, ciertamente, han tenido que ceder en el punto de  desacuerdo más importante entre las dos grandes tendencias del  socialismo; han debido renunciar a la actitud negativa de Bakunin ante  la dictadura del proletariado y rendirse en ese punto a la opinión de  Marx (...) Yo espero que los camaradas anarquistas que ven en el  comunismo el fundamento de un orden social justo seguirán mi ejemplo".11
 Los anarcosindicalistas españoles no escaparon a esta influencia. En el  II Congreso de la CNT, celebrado en diciembre de 1919 en el madrileño  teatro de La Comedia, y que contó con la participación de 400 delegados,  el apoyo a la Internacional Comunista (IC) y la revolución rusa era  mayoritario. En ese congreso, la CNT se encontraba en su apogeo, con una  afiliación que superaba los 700.000 miembros. Como organización de  masas del proletariado, el impacto de la revolución rusa tuvo el efecto  de un terremoto: ningún otro acontecimiento conmovió de forma tan  notoria los principios doctrinales sobre los que se asentaba la  tradición cenetista como lo hizo el bolchevismo. El dirigente  anarcosindicalista Buenacasa, reconoció posteriormente que la "inmensa  mayoría de nosotros se consideraban a sí mismos, auténticos  bolcheviques". Eusebio Carbó, más tarde miembro del Secretariado de la  AIT, la internacional anarquista, se interrogaba en el congreso: "¿Somos  enemigos de la dictadura? Desde el punto de vista de los principios,  sí; desde el punto de vista de la realidad apremiante, inaplazable, no.  (...) Noso-tros justificamos la dictadura (...) la queremos, si ella ha  de servir para establecer en el mundo, de un modo definitivo, el imperio  de la justicia; por eso, nosotros admiramos y queremos la dictadura del  proletariado".12
 En el debate sobre la Internacional Comunista, los delegados  intransigentes fueron sus más ardientes defensores reflejando la enorme  conexión de la revolución bolchevique con la conciencia de la militancia  revolucionaria de la CNT. Ése era el imán, la auténtica fuerza que  movía las simpatías de miles de activistas y trabajadores  anarcosindicalistas. Por fin, la propuesta de afiliación a la IC,  presentada por el delegado valenciano Hilario Arlandis, carpintero ex  anarquista y uno de los pocos que sí habían asimilado el ideario  bolchevique, fue aprobada por abrumadora mayoría. Pero, a pesar del  entusiasmo de los presentes, la decisión no era un cheque en blanco: la  resolución también declaraba que la CNT era firme defensora de los  principios sostenidos por Bakunin y, sobre todo, que la adhesión a la IC  tenía un carácter provisional. 
 Aunque el fervor por la revolución bolchevique se mantendría entre la  base, la casi unanimidad del congreso de 1919 se rompió dos años más  tarde. En ello influyó el desfavorable informe de Ángel Pestaña sobre el  II Congreso de la IC. No menos importante fueron otros acontecimientos  acaecidos en momentos de extrema gravedad para la supervivencia del  Estado obrero soviético, como la represión del levantamiento de  Kronstadt o el enfrentamiento del Ejército Rojo con la guerrilla  campesina comandada por el anarquista ucraniano Majnó. A pesar de todo,  las posibilidades del comunismo estaban completamente abiertas en las  filas de la CNT, y de ellas surgieron dirigentes del comunismo español  en los años posteriores, como Andreu Nin o Joaquín Maurín. 
 
 La ofensiva armada del gobierno y la patronal
 
 El impacto del bolchevismo no supuso una transformación fundamental en  los esquemas ideológicos de los sectores más ácratas de la CNT que  seguían confiando en sus esquemas putchistas para promover la  insurrección. Cuando sus deseos chocaban con la realidad, y no recibían  la respuesta esperada por parte de los trabajadores, su frustración los  llevaba directamente a las tradicionales acusaciones sobre el "bajo  nivel de conciencia" de los obreros o sus "inclinaciones materialistas".  En lugar ver las batallas parciales como una vía para aumentar el grado  de organización y de conciencia revolucionaria, en la mayoría de las  ocasiones las consideraban como un estorbo para la lucha contra el orden  burgués. A pesar de sus loas a la revolución de Octubre, nunca se les  pasó seriamente por la cabeza aplicar sus enseñanzas en las condiciones  prerrevolucionarias que se daban en aquel momento, ni mucho menos  emprender la tarea de conquistar a la masa de obreros cenetistas para  construir un partido revolucionario como en Rusia. 
 A partir del otoño de 1919, la patronal catalana decidió lanzar una  guerra a muerte contra la CNT. El segundo congreso de los empresarios  catalanes decretó un cierre patronal masivo, que tuvo su anticipo el 14  de noviembre, cuando en numerosas fábricas apostaron guardias para  impedir la entrada a todos aquellos que fueran reconocidos como líderes  sindicales. Esta provocación patronal puso la iniciativa en manos de los  anarquistas partidarios de una respuesta extrema. La CRT dio la orden  de reiniciar todas las huelgas, decisión aprovechada por los patronos  para poner en marcha el mayor cierre patronal de la posguerra, que se  extendió desde el 25 de noviembre hasta el 26 de enero de 1920. Los  dirigentes anarquistas sobrestimaron sus fuerzas, convencidos de que no  habría represión capaz de doblegar la voluntad de lucha de cientos de  miles de obreros. Pero, en esta ocasión, la alianza del gobierno y la  patronal, de la policía, el ejército y los somatenes13, resultaría una  fuerza muy poderosa. 
 Paralelamente a los acontecimientos de Barcelona, la radicalización de  los trabajadores registraba avances significativos en otras zonas,  espoleada por el agravamiento de la crisis económica y el crecimiento  generalizado del desempleo. La ofensiva obrera se extendió. En Madrid  estalló una huelga general de 10.000 trabajadores de la construcción; en  abril, se pusieron en huelga los mineros asturianos; más tarde les tocó  el turno a los trabajadores de La Naval de Bilbao, los mineros de  Peñarroya, los metalúrgicos de Mieres... En 1920 hubo 1.060 huelgas, con  más de 244.000 trabajadores involucrados. El ascenso de la curva  huelguística no era el único indicio sobre el ambiente entre la clase  obrera: ese también fue el año del congreso del PSOE que aprobó la  adhesión a la Internacional Comunista. 
 Los acontecimientos revolucionarios en el Estado español se inscribían  en el ciclo político que dominó Europa tras la Primera Guerra Mundial.  Indudablemente los factores de índole doméstica jugaron un papel  importante, pero la causa de la revolución mundial apuntada por el  triunfo de Octubre conquistó la conciencia de millones en los campos y  las ciudades. Aunque no existía una organización como el partido  bolchevique, el crecimiento y la fortaleza de la CNT y la combatividad  de sus militantes representaban una clara amenaza. La burguesía española  entendió la gravedad de la coyuntura. Todos estos factores, añadidos al  hecho de que los capitalistas no podían permitirse que, en condiciones  de recesión económica, su tasa de ganancias se viese amenazada,  aumentaron en la clase dominante el temor a una revolución, temor que  acabó por inclinar la balanza. El gobierno de Dato despejó el camino  hacia la represión brutal y la violencia armada contra los trabajadores:  dieron comienzo los años de plomo, en los que la actuación criminal de  Martínez Anido, el tristemente famoso gobernador militar de Barcelona,  regó Barcelona de sangre obrera.
 La represión contra la CNT fue encarnizada: se clausuraron decenas de  centros obreros, sindicatos y periódicos. A principios de 1921, todos  los sindicatos de Barcelona y la propia CRT fueron ilegalizados, cerca  de un centenar de líderes cenetistas fueron detenidos y se suspendió la  publicación del Solidaridad Obrera. También hubo represión fuera de  Catalunya: en Zaragoza, A Coruña, Gijón, fueron disueltos numerosos  sindicatos. La oleada represiva coincidió con el aumento del desánimo en  las filas obreras, tremendamente golpeadas por el cierre patronal, que  había dejado sin salario durante dos meses a decenas de miles de obreros  barceloneses. 
 A la represión policial, militar y de los sicarios de la patronal, los  pistoleros de los Sindicatos Libres, se contrapuso la intervención  armada de los grupos de acción, los atentados y el ajusticiamiento de  los represores y los patronos más significados. La vuelta a los métodos  del terrorismo individual, de larga tradición en el anarquismo español,  no resolvió nada ni permitió organizar una respuesta colectiva a la  ofensiva burguesa; al contrario, esos métodos, que predominaron en la  fase de reflujo del movimiento de masas, sirvieron de coartada a la  burguesía para desatar una guerra sin cuartel, y en muchos casos  unilateral, no sólo contra los grupos armados, sino también contra los  activistas y dirigentes de la CNT. 
 Las continuas detenciones de sindicalistas, entre ellos Salvador Seguí,  el asesinato de decenas de activistas y dirigentes y los consiguientes  contragolpes de los grupos de acción dominaron la escena. El impulso del  trienio bolchevique decaía en el bastión de la clase obrera  revolucionaria, Barcelona, y los intentos por reanimar la actividad de  los obreros no revirtieron la tendencia ni sirvieron para hacer frente a  la embestida de la burguesía. A lo largo de 1921, según datos de la  CNT, más de 3.000 militantes catalanes fueron encarcelados. En el sur,  los anarcosindicalistas también fueron diezmados y la mayoría de los  sindicatos campesinos creados entre 1918 y 1919 desaparecieron. La  burguesía asesinó, encarceló y persiguió hasta la extenuación a la  vanguardia revolucionaria de los trabajadores. Al crimen de Evelio Boal,  asesinado a tiros en la oscuridad de la noche en aplicación de la ley  de Fugas, le siguió la muerte de Salvador Seguí en marzo de 1923,  acribillado por sicarios de la patronal en una calle de Barcelona. La  burguesía intentó aplastar la voluntad de combate del proletariado y su  firme orientación hacia la revolución socialista. Y, en parte, lo logró  temporalmente imponiendo la única paz que conoce la clase dominante: la  paz de los cementerios. 
 La derrota de la clase obrera y la desarticulación de su vanguardia  revolucionaria, encuadrada en la CNT, fue aprovechada sin titubeos. La  amenaza había sido tan real, tan cercana, que había que asegurar que no  se repetiría. Ésta fue la fuerza motriz que llevó al golpe de Estado de  Primo de Rivera en septiembre de 1923 y a una dictadura que se  prolongaría durante seis años. Pero el capitalismo español y la  monarquía de Alfonso XIII estaban en tal estado de descomposición, que  la ayuda de los militares fue insuficiente. El primer ensayo general de  la contrarrevolución española en el siglo XX no rindió los frutos  esperados. La clase obrera resurgió, sumó a su ejército nuevas fuerzas y  se preparó para tomar el cielo por asalto. En la siguiente ocasión, el  proletariado y los campesinos españoles, incluyendo a cientos de miles  encuadrados en la CNT, escribirían una página memorable en la historia  de la revolución socialista.
1. Anselmo Lorenzo (Toledo 1841-Barcelona 1914). Uno de los pioneros del  anarquismo español y de los fundadores de la sección española de la  AIT. Participó en la Conferencia de Londres de la AIT donde conoció a  Marx y Engels. Miembro del Consejo Federal y dirigente de la Regional  Española después de la ruptura entre marxistas y anarquistas. Autor de  una historia de la Primera Internacional en España titulada El  proletariado militante. Memorias de un Internacional.
 2. Josep Termes, Anarquismo y sindicalismo en España, La Primera Internacional, Ed. Crítica, Barcelona 1976,  pp. 174-177. 
 3. En poco tiempo, estas contradicciones cristalizaron en una ruptura  interna que se volvería a repetir en años posteriores: por un lado, los  defensores de la violencia individual, por otro, los partidarios de la  reconstrucción de las sociedades obreras. Esta última fracción, logró  destituir, en febrero de 1881, a la comisión federal de la Región  Española, eliminando al secretario de la misma, Anselmo Lorenzo. 
 4. Actuando supuestamente contra una organización anarquista, dedicada a  la quema de cosechas y actos de terror individual, el gobierno de  Sagasta organizó un montaje judicial fraudulento contra las  organizaciones anarquistas y lanzó una andanada represiva contra la  FTRE. 
 5. El dirigente anarcosindicalista Joan Peiró, escribió: "Es Cataluña la  cuna del federalismo. Sabiendo esto, se sabe por qué Cataluña es  impermeable al socialismo marxista y se sabe también por qué el  anarquismo ha tenido y tendrá aquí la más fuerte expresión de vitalidad.  (...) El carácter del obrero catalán es profundamente laborioso y  revolucionario, mientras que las directivas del socialismo madrileño  están representadas por la apatía ante del trabajo y la avidez ante los  cargos burocráticos". Joan Peiro, Las ideas y el sentido revolucionario.  Citado en Albert Balcells, El arraigo del anarquismo en Cataluña.  Textos de 1926-1934, Ed. Júcar, Madrid, 1979, p. 92.
 6. Antonio Bar, La CNT en los años rojos, Ed. Akal, Madrid 1981, p. 175. 
 7. Juan Díaz del Moral, Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, Alianza Editorial, Madrid 1977, p. 267. 
 8. Datos citados en Edward Malefakis, Reforma agraria y revolución  campesina en la España del siglo XX, Editorial Ariel, Barcelona 1976, p.  179
 9. Gerald H. Meaker, La izquierda revolucionaria en España (1914-1923), Ed. Ariel, Barcelona 1978, p. 172.
 10. Trabajadores Industriales del Mundo (comúnmente conocidos como  Wobblies), sindicato estadounidense, inspirado en la doctrina del  sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo. Un sector  evolucionó hacia posiciones marxistas y comunistas. El IWW sufrió una  prolongada decadencia que empieza a finales de la Primera Guerra Mundial  producto de la feroz represión gubernamental y patronal y el ascenso  del sindicalismo reformista de la AFL.
 11. Publicado en Bulletin Communiste, 22/7/1920, citado en Alfred Rosmer, Moscú bajo Lenin, Ed. Era, México DF, 1982, p. 60. 
 12. Antonio Bar, op. cit., pp. 501-503. 
 13. Organización armada, creada por los grandes propietarios agrarios e  industriales en Catalunya, utilizada activamente por la Lliga  Regionalista y los empresarios en acciones contra el movimiento sindical  y la CNT, especialmente en los años del trienio bolchevique y  posteriormente institucionalizada por la Dictadura de Primo de Rivera.  En 1931 fue disuelto por la Segunda República para reaparecer en la  dictadura de Franco en labores represivas contra el maquis.






 
 

 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                 
  
                