El 19 de enero más de un millón largo de trabajadores, jóvenes y pensionistas dieron un aldabonazo en las más de 200 manifestaciones convocadas en toda la geografía francesa. Una enorme demostración de fuerza como parte de la huelga general intersectorial convocada por los sindicatos contra la reforma del sistema público de pensiones anunciada por el Gobierno de Emmanuel Macron.
Las protestas fueron masivas: más de 400.000 personas en París; 140.000 en Marsella; 45.000 en Nantes; 60.000 en Burdeos; 40.000 en Lyon; 50.000 en Toulouse y Lille; 35.000 en Estrasburgo y decenas de miles más en pequeñas localidades de todo el país.
El seguimiento de la huelga fue multitudinario en el transporte ferroviario con muchas líneas paralizadas, en el sector aéreo con la cancelación de numerosos vuelos, en las refinerías y en el sector energético, en la televisión y radio públicas. El 70% de los profesores de primaria y secundaria secundó el paro, la huelga fue muy fuerte también en la sanidad, el transporte público urbano, camioneros, banca, metal, cemento o construcción. También hubo una alta participación en empresas privadas como Renault, Carrefour o Darty. La primera huelga general en Francia en 2023 fue todo un éxito y eso que se convocó con apenas una semana de antelación y sin apenas tiempo para celebrar asambleas en los centros de trabajo.
Las pensiones en el punto de mira
El ataque al sistema de pensiones fue anunciado a principios de enero por la primera ministra Elisabeth Borne y pone en el punto de mira uno de los principales derechos conquistados después de la Segunda Guerra Mundial por la clase trabajadora francesa.
La contrarreforma pretende aumentar la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años para 2025 y a 65 en 2031. Incrementaría los años de cotización necesarios para cobrar la pensión completa de 42 a 43 años, y eliminaría la mayoría de los “regímenes especiales”, como el que tienen los empleados del transporte o el sector energético públicos. Además, legalizaría que los jubilados tuvieran que trabajar para “completar” sus pensiones. En el año 2019 ya había 400.000 pensionistas trabajando porque con una jubilación de 772 euros mensuales no podían cubrir sus necesidades básicas. Además, las pensiones dejarían de estar vinculadas a la inflación con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo.
Según el ministro de economía, con este plan se reducirá el gasto en pensiones en 17.700 millones de euros para 2030, unos mil euros por jubilado al año. Pero este auténtico robo contrasta mucho con los 60.000 millones de euros anuales que, según la hacienda francesa, las arcas públicas han dejado de ingresar por la supresión o reducción de impuestos a los más ricos desde que Macron llegó al poder. O los 157.000 millones en ayudas públicas que, según un estudio del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, reciben cada año las grandes empresas francesas.
Este afán “ahorrador” contrasta también con el anuncio de aumentar más de un tercio el gasto militar, 400.000 millones más, en los próximos siete años. Esta escalada militarista no solo se debe a la guerra en Ucrania, refleja sobre todo la intensidad de la lucha imperialista por los mercados y esferas de influencia en la que Francia es un actor de primer nivel en países africanos como Costa de Marfil o Mali y donde rivaliza directamente con China o Rusia.
El ataque al sistema de pensiones es una exigencia de los capitalistas franceses desde hace décadas. Ha formado parte de las agendas políticas de Chirac, Hollande, Sarkozy y de Macron desde que fue elegido presidente en 2017. El primer intento serio de la burguesía francesa de meter un tajo a las pensiones llegó en 1995 con el infame “Plan Juppé”, derrotado por el movimiento de masas más importante sucedido en Francia desde mayo de 1968.
Por parte de Macron el asalto comenzó en 2019-2020, provocando la oleada de huelgas más grande de las dos últimas décadas, incluyendo el movimiento casi insurreccional de los “chalecos amarillos” o una huelga ferroviaria de seis meses de duración que obligaron a su Gobierno a retirar su plan de reforma de las pensiones cuando este ya había sido aprobado por el Parlamento. Hoy como ayer el rechazo es masivo: según la empresa Ifop, el 68% de la población es “hostil a esta reforma de las pensiones”.
Sin embargo hay diferencias con respecto a 2019. La posición de Macron es bastante más débil. No solo por su ajustado triunfo en las últimas elecciones presidenciales, sino también por la pérdida de la mayoría parlamentaria en las elecciones legislativas del pasado mes de junio. Su partido, Renacimiento, solo obtuvo 170 de un total de 577 parlamentarios, lo que le obliga a pactar con los Republicanos o el Frente Nacional para sacar adelante sus leyes.
Los trabajadores pasan a la ofensiva
La respuesta contundente de los trabajadores franceses llega además en un momento de auge de las luchas sindicales y las protestas contra los efectos de una crisis económica que ha golpeado duramente a la clase obrera.
Como sucede en todo el mundo, el aumento de la inflación ha tenido un efecto devastador en las condiciones de vida, pero las grandes empresas siguen obteniendo beneficios récord y repartiendo dividendos multimillonarios entre sus accionistas. Un ejemplo es Decathlon, que en junio repartía beneficios de 453 millones de euros y ahora ofrece un pírrico aumento salarial del 1,8% a sus trabajadores. Por no hablar de las 40 empresas que forman parte del índice bursátil parisino CAC40, que prevén unas ganancias en 2022 de 172.000 millones de euros, un 34% más que el año anterior. Al otro lado, los casi 2 millones de personas que en 2020 estaban en riesgo de caer en la pobreza o la exclusión social y los 2 millones que en 2018 ya vivían en la extrema pobreza, retratan una sociedad profundamente desigual y polarizada.
Los intentos de imponer subidas salariales muy inferiores a la inflación han provocado un aumento de las huelgas y protestas laborales. Uno de los ejemplos más destacados fue la de las refinerías del pasado mes de octubre, que obligó al Gobierno a recurrir a las leyes antihuelga, amenazando a los huelguistas con multas de 10.000 euros y penas de prisión. En esas mismas semanas también fueron a la lucha los trabajadores del sector energético o de las plantas nucleares, sanidad o educación.
En las próximas semanas, además de la continuidad de las protestas contra la reforma de las pensiones, los trabajadores de las refinerías han convocado nuevos paros, uno de 48 horas para el 26 de enero y otro de 72 horas el 6 de febrero. También hay convocadas huelgas de conductores de ambulancia y del sector logístico.
La ira y el descontento social en Francia amenazan con un escenario muy parecido al que vive Gran Bretaña. La semana pasada una encuesta de Sud Radio mostraba que el 79% de la población cree que es posible una explosión social en los próximos meses y el 52% quiere que se produzca.
Hasta ahora, la táctica de los dirigentes sindicales ha sido la de soltar vapor de la enorme olla a presión en que se ha convertido la lucha de clases en Francia, y evitar a toda costa que el movimiento se les escape de las manos. La huelga de las refinerías fue ejemplo de una combatividad extraordinaria por parte de los trabajadores y de la vacilación de los dirigentes sindicales que acataron la prohibición del Gobierno cuando existían todas las condiciones para extender la lucha. Pero las muestras de pasividad y la moderación de las direcciones sindicales no pueden sintonizar con la creciente radicalización de la clase obrera.
El éxito y rotundidad de la huelga general del 19 de enero reflejan el nivel de rabia y frustración que existe entre la clase obrera y la población en general. Pero esto no ha hecho más que empezar. El próximo 31 de enero ya está convocada una nueva huelga general y a tenor de la actitud provocadora de Macron será aun mucho mayor.