Se han cumplido dieciocho meses desde el inicio de la guerra imperialista en Ucrania, y la marcha de la misma se ha complicado sobremanera para el régimen de Zelenski y sus amos de Washington. Después de apostarlo todo en la contraofensiva, sus escasos resultados han agudizado los choques en el bando occidental mientras las voces autorizadas que claman por una vía de negociación con Rusia se multiplican.
El contraataque de Kiev hace aguas
En junio se daba luz verde a la esperada, y tantas veces retrasada, contraofensiva militar de Kiev. Miles de soldados entrenados en Occidente, cientos de tanques y blindados proporcionados por la OTAN se lanzaban contra unas líneas defensivas que el ejército ruso ha construido y reforzado desde el pasado otoño dedicando grandes recursos. El resultado para los mentores de Zelenski ha sido frustrante: las tropas ucranias apenas han logrado penetrar diez kilómetros —en los puntos más destacados— a lo largo de un frente que se extiende 600 kilómetros.
Afirmar que esta ofensiva es un fracaso no es propaganda rusa. Durante el mes de agosto los principales portavoces del imperialismo estadounidense han publicado materiales muy críticos con la estrategia en Ucrania. The New York Times, The Washington Post, Financial Times o The Wall Street Journal retrataron negro sobre blanco su balance demoledor, planteando sin ninguna ambigüedad el fracaso del Departamento de Estado y de sus títeres en Kiev y pronosticando que es imposible que sus soldados lleguen a Melitópol y puedan partir en dos la franja de territorio ucraniano anexionado por Rusia.
Estos informes hablan de altas cifras de bajas ucranias, de insuficientes medios blindados, artillería y una casi inexistente aviación, necesaria para un avance en profundidad. A la vez hacen referencia a las diferencias entre los mandos militares ucranianos y los occidentales. El Pentágono habría sido categórico en su apuesta por una sola línea hacia el sur, con todos los medios y sin importar el número de bajas, y se habrían mostrado muy críticos con la estrategia de Kiev de crear varias líneas ofensivas y hacer más lenta la progresión conservando más tropas.
The Wall Street Journal resumía estos desencuentros con unas declaraciones de Valery Zaluzhny, comandante en jefe ucraniano: “No comprenden la naturaleza de este conflicto. Esto no es contrainsurgencia. Esto es Kursk”, en referencia a la gran batalla de tanques entre la URSS y los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
A finales de agosto aparecían nuevos artículos en The Washington Post, The Economist o El País con un carácter totalmente distinto a lo publicado en estos dieciocho meses. Centrados en el sombrío ambiente que atenaza a la sociedad ucraniana, describen un país cansado de la guerra, con una población cada vez más dispuesta a sacrificar territorio por paz y que huye del reclutamiento. Como resumía una madre en El País: “Prefiero que los rusos se queden con el Donbás que ver a mi hijo combatiendo”.
Muy importante también es la percepción cada vez más crítica hacia la figura de Zelenski. Ya no queda nada de las promesas con las que llegó al Gobierno en 2019: paz con Rusia, lucha contra la corrupción, mejora de las condiciones de vida… A la vez, la violencia policial que sufre la población es cada vez mayor. Durante meses ha podido escudarse en la guerra y agitar la bandera del ultranacionalismo más reaccionario pero todo tiene un límite. Ucrania es hoy un Estado mafioso donde la oposición de izquierda ha sido ilegalizada y reprimida con especial saña, el Consejo de Ministros ha sido sustituido por un círculo de confianza de Zelenski cada vez más reducido y la corrupción campa a sus anchas, provocando purgas y enfrentamientos en el aparato del Estado más parecidas a peleas entre ladrones. El cese del ministro de Defensa, Oleksii Reznikov, convertido en chivo expiatorio por Zelenski en un nuevo intento de contener el malestar creciente con la guerra y la corrupción, es una muestra significativa del nivel de descomposición del régimen ucraniano, que podría desmoronarse a pesar de la inmensa ayuda militar y económica que ha recibido.
En medio de la contraofensiva, Kiev se ha convertido en un hervidero de rumores sobre unas posibles elecciones. La Rada termina su mandato en octubre y las presidenciales deberían celebrarse en marzo de 2024. La ley marcial en vigor no permite la celebración de comicios pero la camarilla de Zelenski está valorando realizarlas antes de que sea demasiado tarde para sus intereses.
Esta realidad condiciona las últimas acciones militares ucranianas. A primeros de septiembre ha habido una ruptura en la línea defensiva rusa en el sur, con la toma de la localidad de Robotine y amenazando ahora a Verbove. A la vez, los ataques ucranianos con drones en territorio ruso son más numerosos y audaces. Pero esto por sí mismo no va a cambiar la dinámica general de la guerra. Incluso si consolidan la brecha eso no significaría un avance rápido hacia el sur: al ejército de Kiev le quedan solo unas semanas antes de que las lluvias de otoño convierta el frente en un lodazal.
Si no hay un colapso de las líneas rusas, y eso no es precisamente lo más probable, los objetivos bélicos de Zelenski habrán fracasado estrepitosamente, lo que también explicaría sus salidas de tono cada vez más habituales “mandando callar a los que critican el ritmo de la ofensiva”.
Divisiones en el imperialismo occidental
Washington ha advertido en diferentes momentos a Ucrania de que no pueden garantizar el mismo nivel de ayuda militar y económica en 2024. Y estas advertencias no solo provienen de los problemas con sus menguantes stocks militares. El próximo año se celebran elecciones presidenciales en EEUU y el coste de la guerra se está traduciendo en más inflación y déficit. Esto ahonda las divisiones que recorren la clase dominante y el aparato del Estado estadounidense, las mayores en décadas, reflejo de la profunda crisis de su papel como gendarme mundial.
El Partido Republicano ahora mismo es el partido de Trump, que ya ha anunciado su oposición a seguir concediendo ayuda económica y militar al Gobierno de Kiev si gana las próximas elecciones. Y esta agenda tiene un firme apoyo entre su base electoral. Según la CNN, el 55% de los norteamericanos se opone a que el Congreso siga dedicando más recursos a Ucrania, y ese porcentaje asciende hasta el 71% entre los votantes republicanos.
El enfrentamiento en la clase dominante estadounidense se ventila a diario en la prensa burguesa. Las declaraciones oficiales de la Casa Blanca alabando a Zelenski comparten espacio con los artículos críticos con la política de Biden, que se nutren de declaraciones de altos funcionarios civiles y militares de su misma Administración.
Esto es lo que está detrás de la presión estadounidense para que la contraofensiva consiga resultados concretos y poder llegar con algo a una mesa de negociación. Una negociación que tiene que antes o después se hará inevitable, y de la que cada vez se habla con mayor franqueza en Washington y Bruselas.
A mediados de agosto, Stian Jenssen, jefe de gabinete del secretario general de la OTAN, insinuó una posible salida negociada con la cesión de los territorios del este ucraniano a Rusia a cambio de la entrada de Kiev en la OTAN. El secretario general Stoltenberg tuvo que salir rápidamente a calmar los ánimos después de que Zelenski considerara “inaceptable” la propuesta.
Es evidente que la propuesta de Jenssen responde a la opinión de un sector del imperialismo occidental que está muy preocupado ante la ausencia de “objetivos realistas” de Kiev y de las nefastas consecuencias que para la situación doméstica de EEUU y Europa está acarreando esta guerra. Más pragmáticos y más alejados de la fanfarria de la propaganda, este sector cada día más importante descarta la posibilidad de una expulsión de Rusia del Donbás y de Crimea. Frente a esto, la Administración Biden y su lacayo Stoltenberg cierran filas con Zelenski, alimentando una dinámica ciega y descontrolada que puede acabar muy mal para sus intereses.
Llegados a este punto, han surgido ya muchas voces en Washington partidarias de dejar la cuestión de Ucrania en manos de Europa y concentrarse en el Pacífico para hacer frente a China. Esta idea aparece a diario en los editoriales de los principales think tank estadounidenses, pero la UE no puede sostener a Ucrania ni militar ni económica ni políticamente. Intentando golpear primero, EEUU ha quedado atrapado en una lucha en dos frentes.
Hasta ahora Washington ha tenido cierto éxito en doblegar a una Europa que se había acercado demasiado a Rusia y China. Igualmente, la ofensiva económica norteamericana para atraer capitales europeos está teniendo efecto. Pero el coste de la política de Biden es introducir unas contradicciones brutales: Alemania está en recesión, el BCE apuesta por un “aterrizaje forzoso” de la economía antes de tener que lidiar con la estanflación, la crisis sobrevuela un país tras otro en Europa, y todo apunta a que las consecuencias en la lucha de clases serán similares a las que hemos visto recientemente en Gran Bretaña y Francia. El presidente francés Macron decía no querer verse arrastrado a una lucha entre EEUU y China; Scholz y otros dirigentes europeos han hecho declaraciones similares pero son rehenes de su propia incapacidad para mantener una posición independiente.
El régimen bonapartista de Putin y la muerte de Prigozhin
¿Qué situación atraviesa el régimen de Putin en comparación?
Hay algunas respuestas claras a este interrogante. El pasado 23 de agosto estallaba en el aire el jet privado en el que viajaban Yevgueni Prigozhin junto al núcleo duro de Wagner. Ese mismo día se hacía pública la destitución definitiva del general Surovikin, vinculado a Prigozhin y enfrentado al ministro de Defensa Shoigú y al jefe del Estado Mayor Guerasimov.
Dos meses antes se había producido el motín de Prigozhin y Wagner, el desafío más importante al que Putin ha tenido que enfrentarse en dos décadas. La propaganda occidental se frotó las manos con la perspectiva de un golpe de Estado, incluso algunos con la mente más calenturienta hablaban de una inminente “guerra civil”. Pero nada más lejos de la realidad. Dos meses después del motín, parece que Putin ha cerrado el asunto al más puro estilo de la GPU estalinista.
Rusia está gobernada por un régimen bonapartista burgués e imperialista profundamente reaccionario, donde Putin ejerce de árbitro entre diferentes camarillas. La maniobra de Prigozhin no fue un “asalto al poder”, sino más bien su defensa desesperada ante los intentos claros de defenestrarle tras haber sido utilizado para la conquista de Bajmut. En estos dos meses Putin ha dejado hacer a Prigozhin mientras las autoridades retomaban firmemente el control del grupo Wagner, un activo clave de la política exterior rusa, responsable de su intervención en África. Una vez que sus actividades han quedado bajo control del Estado la vida de Prigozhin y sus lugartenientes no valía nada.
El saldo de este motín en la popularidad de Putin ha sido el contrario al pronosticado por la propaganda occidental. Según una encuesta de finales de julio del centro ruso independiente Levada, la aprobación de Putin se mantiene por encima del 80%, la del ministro Shoigú ha disminuido algo y la de Prigozhin había caído drásticamente.
Rusia está siendo capaz de resistir la batería de sanciones económicas, incrementando sus ventas de hidrocarburos hacia Asia pero no solo eso. La propia debilidad del imperialismo occidental se manifiesta en que siguen necesitando materias primas rusas que han dejado fuera de las sanciones, como el uranio o el gas natural licuado, del que Europa ha comprado en lo que llevamos de año un 40% más que antes de la guerra. A la vez, entre los restos de misiles rusos no dejan de aparecer componentes occidentales, que siguen llegando sin mayor problema. Una anécdota sonrojante al respecto se hacía pública a finales de agosto: la primera ministra estonia Kaja Kallas, una de las voces más beligerantes contra Putin, era citada a una comisión parlamentaria para explicar por qué la empresa de su marido ha seguido comerciando con Rusia durante toda la guerra. ¡Es el mercado, amigos!
Rusia no solo ha sostenido su economía sino que la ha transformado en una economía de guerra. Este es el principal aspecto por el que el tiempo juega a favor de Putin. Puede seguir sosteniendo el esfuerzo bélico con muchas mejores perspectivas que Ucrania y sus patrocinadores occidentales. Incluso en el caso de que las tropas ucranianas, o los errores rusos, provocaran una ruptura del frente, Moscú aún cuenta con elementos suficientes para seguir sosteniendo una guerra larga, empezando por una movilización general de efectivos.
Rusia y China se fortalecen
El 1 de septiembre Putin anunció la inversión de 20.000 millones de dólares para el desarrollo de las cuatro regiones ucranianas anexionadas en septiembre de 2022, y una nueva reunión con Xi Jinping. Este es otro factor clave para explicar la etapa actual en el conflicto interimperialista: el fortalecimiento de los lazos de Rusia con China. Un proceso que se ha profundizado a lo largo de la guerra y que queda de manifiesto en la cifra de comercio bilateral que podría llegar a los 200.000 millones de dólares en 2023, un récord que se alcanzaría un año antes de lo previsto.
Desde que empezó la guerra, una serie de países otrora aliados del imperialismo occidental han dado la espalda a la estrategia estadounidense y están girando claramente hacia China. Y no son naciones sin importancia: India, Israel, Turquía, todos los países del Golfo, Brasil…, ninguno de ellos ha aplicado las sanciones contra Rusia, y en una u otra medida están siendo determinantes para sostener la estabilidad de su economía además de que están cerrando acuerdos cada vez más estrechos con China.
Hace unos meses vimos el restablecimiento de relaciones entre Arabia Saudí e Irán gracias a la mediación de China. Ahora, en la 15ª cumbre de los BRICS celebrada a finales de agosto ha sido aprobada la entrada de Argentina, Egipto, Etiopía, Irán, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos. Una noticia que iba acompañada de otra no menos relevante: por primera vez el PIB combinado de los BRICS superó al PIB combinado del G7.
En el enfrentamiento por la hegemonía mundial entre EEUU y China, esta última no deja de dar pasos adelante mientras que Washington no deja de retroceder. Si tomamos la proporción del PIB mundial basado en paridad de poder adquisitivo, China ya superó a EEUU en 2020 (18,33% frente a 15,83%). El porcentaje del dólar como moneda de reserva de divisas cayó al 59% en 2021, con un retroceso sostenido de más de once puntos en 22 años.
EEUU aún sigue siendo la primera potencia del planeta y el principal poder militar pero su fatiga y decadencia en terrenos clave es más que evidente, mientras que las fuerzas productivas de China, la formación bruta de capital fijo, el desarrollo de su industria y tecnología, sus infraestructuras, su comercio interior, su superávit comercial y sus inversiones exteriores han dado un salto colosal en los últimos treinta años. No es un espejismo. No es el tipo de crecimiento que experimentó Japón en los años sesenta y setenta. Es un proceso de acumulación capitalista de una envergadura similar al que vivió EEUU en la primera mitad del siglo XX. Y las consecuencias en las relaciones internacionales son evidentes.
También es inevitable que China juegue un papel en la resolución negociada del conflicto ucraniano. Ya ha participado en la cumbre celebrada en agosto en la ciudad saudí de Yeda. Sin duda, la guerra imperialista va a continuar porque los motivos que empujaron a que estallase se mantienen. Y en este escenario lo único que puede ofrecer Washington son armas para retrasar una derrota ucraniana, pero el imperialismo occidental empieza a ver un abismo a sus pies.