La burguesía trata de salvar al capitalismo declarando la guerra a la clase obrera
La crisis de la economía mundial se prolonga por tres años. En este 
tiempo, los gobiernos de todo el mundo han tratado de capear el temporal
inyectando más de quince billones de euros en el sistema financiero, y 
celebrando cinco cumbres del G-20 para coordinar las políticas de las 
grandes potencias y evitar un hundimiento mayor. Pero ninguna de las 
recetas aplicadas ha servido. Las operaciones de rescate, sin parangón 
en la historia del capitalismo incluidas las fases de reconstrucción 
posteriores a las dos grandes guerras mundiales, sólo han inducido un 
mayor desequilibrio, aumentando el caos del capitalismo. La gigantesca 
deuda que han provocado en las naciones más industrializadas ha puesto a
las finanzas públicas al borde del colapso, sin que las soluciones 
propuestas sirvan para evitar un nuevo descenso a los infiernos. Pero 
estos planes tienen otra cara: suponen una declaración de guerra contra 
la clase obrera, a la que se condena a años de desempleo masivo, 
recortes salariales, pérdida de derechos laborales, y un 
desmantelamiento sin precedentes de los servicios sociales. El 
equilibrio general del capitalismo está roto, con consecuencias 
incalculables en el terreno económico, social y político, y en las 
relaciones internacionales.
Proteccionismo y devaluaciones competitivas: la lucha por el mercado mundial se recrudece
La propaganda acerca de los "brotes verdes", de una "sólida" 
recuperación de la economía estadounidense, las loas al tirón de la 
locomotora alemana, han desaparecido de los titulares dando paso, de 
nuevo, a un escenario de incertidumbre y pesimismo. No hace mucho tiempo
los gobiernos de todo el mundo se llenaban la boca de solemnes 
declaraciones, afirmando haber tomado nota de las causas de la crisis, y
se conjuraban para no repetir errores anteriores. Ese fue el mensaje de
la administración Obama, aclamado en cuantas cumbres económicas se han 
celebrado en estos tres años. Pero en estos momentos, los viejos 
fantasmas del crack de 1929 han hecho su aparición para recordar que los
intereses contradictorios de las diferentes burguesías nacionales 
pueden empujar a la economía mundial a una depresión aún mayor. Primero 
fue el fracaso de la cumbre del G-20 a finales del mes de junio en 
Ontario, y aquel retroceso, que abrió las puertas a las salidas 
nacionales frente a una recesión desbocada, se ha ratificado en la 
cumbre de Seúl en el mes de noviembre. 
En la capital de Corea del Sur, el imperialismo norteamericano ha dejado
claro que está dispuesto a pelear con fuerza contra sus competidores y 
no dejarse arrebatar su liderazgo mundial, independientemente de las 
consecuencias que sus decisiones, y las de sus adversarios, provoquen. 
La reunión de Seúl estuvo precedida por dos acontecimientos de enorme 
significación. Primero, la derrota de Obama en las elecciones 
legislativas parciales. El triunfo de los republicanos, gracias a un 
aumento tremendo de la abstención en las ciudades, ha fortalecido al 
sector decisivo del capital estadounidense que quiere respuestas 
contundentes. Son los mismos que lograron obtener una reforma sanitaria 
en beneficio de los grandes monopolios privados de la sanidad; que han 
definido la política de recortes del gasto educativo y de los servicios 
sociales; que  desafiaron -con ayuda del Pentágono y la industria 
armamentística- la estrategia oficial en las guerras de Iraq y 
Afganistán, hasta lograr parcialmente sus objetivos; son los que 
impulsaron los golpes de Estado en Honduras y Ecuador, como parte del 
cerco contra la revolución venezolana... Ahora, estos mismos sectores, 
que engloban a los grandes monopolios y transnacionales estadounidenses,
han dicho que es hora de pasar a la ofensiva en el terreno de la 
economía mundial. Y, este es el segundo acontecimiento significativo, 
han presionado para que se lleve a cabo la mayor devaluación competitiva
del dólar, horas antes de la cumbre de Seúl, a través de una gigantesca
operación de impresión de dólares, denominada en los círculos oficiales
con el término eufemístico de "expansión cuantitativa". Con esta 
decisión, EEUU pondrá en circulación 650.000 millones de dólares para 
comprar bonos del tesoro e impulsar, este es uno de los fines de la 
operación, la exportación de las manufacturas norteamericanas a los 
mercados mundiales además de garantizar su predominio en el mercado 
doméstico.
Para los imperialistas norteamericanos se acabó la época de las palabras
y las buenas intenciones. Hay una guerra económica para salir de la 
crisis y quieren ganarla. La razón de esta estrategia está directamente 
relacionada con la profundidad de la crisis económica en los EEUU y la 
certeza de que las medidas adoptadas hasta el momento no permiten salir 
del atolladero. El déficit presupuestario y la deuda soberana están en 
niveles históricos (11,1% del PIB y 65,8% del PIB respectivamente). La 
situación es realmente alarmante si se considera que las necesidades de 
financiación de la deuda de EEUU requieren de 350.000 millones de 
dólares al año y que la compra de bonos del tesoro por parte de los 
inversores extranjeros está disminuyendo acusadamente. China, que en 
2007 compró el 47% de las nuevas emisiones de bonos norteamericanos a 
diez años, redujo la compra en 2008 a la mitad, en torno al 20%, cifra 
que en 2009 tan sólo representó un 5% del total de bonos emitidos. Pero 
este no es el único problema. La tasa de desempleo en los EEUU alcanza 
oficialmente un 10%, 14,6 millones de parados, aunque si se utilizara la
estadística europea -en EEUU cualquier desempleado inscrito en un curso
de formación sale automáticamente de las listas de paro- el desempleo 
podría rozar el 18%, superando los 20 millones. Esta  es la razón del 
comportamiento tan pobre del consumo doméstico, lastrado además por las 
deudas multimillonarias contraídas en los años de boom, y que hacen del 
mercado de EEUU un auténtico campo de batalla. Los capitalistas 
norteamericanos quieren tener primacía para vender sus manufacturas en 
casa, por eso alientan todo tipo de medidas proteccionistas contra los 
productos europeos y chinos, que aumentarán en los próximos meses.
Las debilidades del capitalismo norteamericano, que se refuerzan por la 
precaria situación de un sistema financiero que puede sufrir nuevas 
recaídas por la persistencia del colapso en el sector inmobiliario, 
están detrás de esta orientación hostil contra sus competidores. El 
escenario dibujado en la cumbre del G-20 en Seúl no deja lugar a dudas. 
Tal como señalaba el editorial de El País del pasado 13 de noviembre: 
"La cumbre del G-20 en Seúl no ha contribuido a eliminar los riesgos que
pesaban sobre la recuperación económica global. Tampoco se ha puesto 
fin a las guerras cambiarias (...) Todas esas prácticas son 
contraproducentes para la recuperación económica y pueden sentar las 
bases de una escalada peligrosa. Las políticas de empobrecimiento del 
vecino fueron las responsables de la oleada de proteccionismo que, 
además de profundizar la Gran Depresión, causaron las tensiones que 
condujeron a la Segunda Guerra Mundial".
En efecto, el fiasco de la reunión del G-20 en Seúl recuerda por sus 
semejanzas al de la Conferencia de Londres en 1933 que profundizó la 
depresión económica de los años treinta. Las lecciones del pasado no han
sido asimiladas, y no pueden serlo por una razón evidente: el 
capitalismo es un sistema anárquico, no puede ser planificado ni 
regulado. El motor que lo hace funcionar no es la satisfacción de las 
necesidades sociales de la mayoría, sino el beneficio de las grandes 
empresas y bancos que determinan la política de los gobiernos y deciden 
sobre la vida de miles de millones. Esta clase de plutócratas, los 
famosos "mercados", no tienen más solidaridad entre ellos que la de sus 
cuentas de resultados y, en ante esta crisis de sobreproducción, estos 
monopolios que en una economía mundializada siguen manteniendo su base 
nacional, luchan con uñas y dientes por mantener sus beneficios a costa 
del vecino, desalojándolos de sus mercados y posiciones estratégicas. Es
la misma contradicción que Marx señaló hace 150 años: las fuerzas 
productivas que han dejado de tener una base nacional para adquirir un 
carácter mundial, chocan contra la camisa de fuerza de la propiedad 
privada de los medios de producción y el Estado nacional.
El desastre europeo
La amenaza del pasado mes de mayo, cuando las cuentas públicas griegas 
entraron en bancarrota y se tuvo que habilitar un excepcional "rescate" 
de Grecia, en realidad un plan salvaje de ajuste para garantizar que los
bancos alemanes, franceses y británicos cobraran puntualmente sus 
intereses de la deuda griega y no colapsaran, se ha vuelto a repetir. La
economía irlandesa, hundida por las deudas multimillonarias de su 
sector financiero y la recesión, ha puesto a la Unión Europea y al euro 
al borde del abismo.
Irlanda fue presentada durante años como un ejemplo de lo que era capaz 
de lograr la política económica liberal. El "tigre celta" sí que 
funcionaba, con tasas de crecimiento cercanas al 6,5% entre 1990 y 2007,
gracias a los bajos salarios, un mercado laboral extraordinariamente 
precario -logros que están también en el haber de los sindicatos 
irlandeses que colaboraron entusiastamente para que eso fuera así-, una 
especulación inmobiliaria semejante a la que vivió el Estado español, y 
un impuesto de sociedades del 12,5%, que actuó como un poderoso imán 
para atraer a multinacionales de todo el mundo. Pero esos "logros" 
trajeron estos lodos. Ahora el sistema bancario tiene una deuda 
imposible de satisfacer, a pesar de que los bancos irlandeses superaron 
las "pruebas de estrés" del verano pasado, y de que el gobierno inyectó 
una "ayuda" de 50.000 millones a principios de este año garantizando con
las finanzas públicas los posibles impagos. Ante la persistencia de la 
recesión, y la probabilidad de que la banca europea -especialmente la 
británica que concedió a los bancos irlandeses más de 100.000 millones 
de euros- no recuperaran sus préstamos, el gobierno se vio abocado a 
pagar unos intereses estratosféricos por la deuda pública irlandesa, 
como ocurrió en Grecia, y finalmente, ante la evidencia del crack, ha 
recurrido al rescate de la Unión Europea.
Los ministros de economía de la UE han aprobado un plan para Irlanda de 
85.000 millones de euros (en forma de créditos y avales por un plazo de 
siete años y medio y con un tipo de interés en torno al 5,8%, superior 
al de Grecia, que fue del 5,2%). Pero el precio que la clase obrera y el
conjunto del pueblo irlandés van a tener que pagar para sufragar esta 
operación gigantesca de nacionalización de las pérdidas de la banca 
irlandesa, no tiene precedentes: 
· Se despedirán 25.000 empleados públicos dentro del plan de recorte del
gasto estatal de 15.000 millones de euros, el 10% del PIB.
· Los presupuestos para las pensiones se reducirán en 800 millones de 
euros, y un 10% la cuantía de las pensiones para los nuevos jubilados. 
Se aumenta paulatinamente la edad de jubilación, hasta llegar a los 68 
años para 2028. 
· El gasto social -asistencia, subsidios- se recorta en 2.750 millones de euros.
· Las matrículas universitarias se triplican, hasta los 2.000 euros.
· Se reduce el salario mínimo, y se recortará por segunda vez el salario de los empleados públicos.
· Se incrementará el IVA al 22% en 2013 y al 23% en 2014. Aumenta el 
IRPF, pero se mantiene en el 12,5% el impuesto de sociedades.
La situación en Irlanda es el espejo en el que se miran otras economías 
de la UE, especialmente Portugal y el Estado español. Es un sinsentido 
declarar, como ha hecho Zapatero, que está "completamente descartado" 
que la economía española tenga que ser "rescatada" como la irlandesa o 
la griega. Los problemas de la economía española son exactamente los 
mismos, o peores, que los de Irlanda. Para empezar el sistema financiero
español sufre de la misma gangrena, a pesar de que todos los días nos 
cuenten que es sólido y está saneado. Las deudas incobrables de la banca
española ya superan los 100.000 millones de euros, y otros 650.000 
millones de euros en créditos bancarios están amenazados porque dependen
del sector inmobiliario. Las posibilidades de financiación de la deuda 
pública y privada que triplica el PIB español empeoran: con un desempleo
que roza el 20% de población activa y no deja de crecer, con una 
recaída del consumo privado por el fin de las ayudas estatales, el 
incremento del IVA, y los recortes salariales que han arreciado, y con 
la disminución evidente de la inversión productiva, la garantía de que 
la economía española pueda hacer frente a sus compromisos es muy 
cuestionable. El Ibex 35 ha perdido 24.816 millones de euros de 
capitalización en la última semana de noviembre, coincidiendo con la 
quiebra irlandesa, y las pérdidas para el BBVA y el Banco de Santander 
han sido formidables.
No, la economía española y la portuguesa pueden ser perfectamente las 
siguientes en la lista. Las tasas de interés que el Estado luso y el 
español tienen que desembolsar por los títulos de deuda pública a 10 
años se han disparado, colocándose a los niveles que pagaba Grecia en el
mes de mayo. Y como en Grecia o en Irlanda, el problema radica en que 
los inversores extranjeros poseen el 47% de la deuda española y quieren 
garantías de cobro. De hecho, la exposición de los bancos franceses, 
alemanes y británicos es muy alta: los primeros ha prestado a 
administraciones públicas y entidades españolas 183.100 millones de 
euros, los segundos tienen comprometidos 163.400 millones y los terceros
150.000 millones, según los datos del Banco Internacional de Pagos 
(BIS). El hecho más evidente de que se preparan semanas y meses 
turbulentos, es el rosario de reuniones que el gobierno de Zapatero ha 
mantenido con el rey y con los grandes capitalistas del país, que lo han
cogido por el cuello exigiendo que lleve a cabo las reformas 
estructurales pendientes con energía y celeridad, es decir, que se deje 
de monsergas y actúe en defensa de los intereses de la plutocracia 
financiera e industrial.
La posibilidad de un rescate a la irlandesa de la economía española, no 
obstante, ha hecho cundir todas las alarmas en la UE. El Estado español 
representa el 10% del PIB comunitario, y un plan de intervención 
sobrepasaría los fondos de rescate aprobados en mayo -la prensa 
financiera alemana señala que serían necesarios 500.000 millones de 
euros para el caso español-, requiriendo de acuerdos bilaterales con 
Alemania, Francia y Gran Bretaña. El semanario Der Spiegel anunciaba en 
su edición del pasado 28 de noviembre que "si cae España, cae el euro". 
El mismo pronóstico lo contemplaba el Financial Times Deutchland: "Si 
una economía tan grande como la española tuviera que recurrir a los 
bomberos financieros, el futuro del euro estaría en serio peligro". Esta
perspectiva, totalmente factible, ha suministrado muchos argumentos a 
importantes sectores de la burguesía alemana que ven en la bancarrota de
las economías periféricas un lastre imposible de soportar y una amenaza
a la estabilidad de la economía germana. 
La profundidad de la recesión ha puesto en solfa el futuro de la UE. La 
pugna entre el presidente del Banco Central Europeo a favor de la cesión
de soberanía política para conseguir un auténtico gobierno europeo, la 
llamada gobernanza europea, y la férrea oposición de la burguesía 
alemana a más concesiones, prueban que la unión europea bajo el sistema 
capitalista, a pesar de lo lejos que llegó en el periodo de boom 
económico, es una utopía reaccionaria. La burguesía alemana no permitirá
verse arrastrada al caos. Esa es la explicación de los discursos cada 
vez más nacionalistas del gobierno alemán y los políticos alemanes, 
opiniones que se refuerzan por la actitud hostil de los EEUU en el 
mercado mundial. 
Guerra de clases
Las perspectivas se ven aún más oscurecidas por tres hechos 
incuestionables. Por un lado, los planes de austeridad lejos de sacar a 
las economías europeas de la crisis las están arrastrando por la 
pendiente: en el tercer trimestre del año, el PIB de los 27 países de la
UE sólo ha remontado un ridículo 0,4%, Alemania un 0,7% y Gran Bretaña 
un 0,8%. Las economías de Italia y Francia se encuentran estancadas y su
situación puede empeorar. Por otra parte, la inestabilidad del sistema 
financiero mundial es una realidad, con 3 billones de euros que deben 
refinanciarse en los próximos 24 meses. Y, en tercer lugar, y no menos 
importante, los planes de ajuste están creando las bases para una guerra
social sólo comparable a la de los años setenta e, incluso, a la década
de los treinta del siglo pasado.
El pasado sábado 27 de noviembre entre 100.000 y 150.000 trabajadores y 
jóvenes se manifestaron en Dublín, en un día de nieve y lluvia, 
mostrando su oposición frontal a las medidas de austeridad. La 
manifestación concluyó en la emblemática Oficina General de Correos 
(GPO) en O´Connell Street, el mismo edificio donde combatieron los 
revolucionarios irlandeses contra las fuerzas de ocupación británicas 
durante el "Levantamiento de Pascua" de 1916. Numerosas pancartas de la 
manifestación llevaban impresa la cara de James Connolly, el dirigente 
comunista irlandés asesinado en aquellos acontecimientos, y la presión 
en las calles se hizo tan evidente que los sindicatos irlandeses 
amenazaron con la convocatoria de una huelga general para las próximas 
semanas. También ese mismo día, decenas de miles se manifestaron en Roma
contra el gobierno Berlusconi. La manifestación, convocada por la 
dirección de la CGIL en un intento de aplacar la intensa presión que 
está sufriendo para organizar una huelga general, coincide con las 
movilizaciones estudiantiles que han llenado las calles de Turín, Milán,
Venecia, Bolonia, Florencia...
Pero estas acciones de masas no han sido las únicas de las últimas 
semanas, ni mucho menos serán las últimas. La clase obrera francesa ha 
protagonizado el mayor movimiento huelguístico desde mayo de 1968, y a 
pesar de la aprobación en el parlamento de la ley de reforma de las 
pensiones, el gobierno Sarkozy está en crisis y claramente debilitado, 
con poco margen de maniobra para aplicar nuevas medidas de recorte que 
no supongan un nuevo estallido social. En Gran Bretaña, el anuncio del 
plan de ajuste del gobierno Cameron, se ha convertido en una receta para
atizar la conflictividad social después de largos años de paz social. 
La irrupción de la juventud estudiantil en dos jornadas nacionales de 
huelga en las universidades y en los centros de enseñanza media, 
incluyendo manifestaciones de decenas de miles en Londres, es sólo un 
anticipo de lo que está por venir. Estas luchas reflejan la profunda 
sacudida que vive la sociedad británica, y el hecho de que respetables 
universidades como Oxford y Cambridge hayan sido ocupadas por los 
estudiantes, señala que incluso las capas medias pueden girar a la 
izquierda con rapidez. Sin duda, después de los estudiantes vendrán los 
batallones pesados del movimiento obrero que no se dejaran aplastar con 
facilidad: las cuatro jornadas de huelga que han protagonizado desde 
septiembre los trabajadores del Metro de Londres son una señal 
inequívoca.
Un panorama semejante se da en Portugal, donde el gobierno socialista 
aprobó el viernes 26 de noviembre el plan de austeridad de mayor calado 
de los últimos treinta cinco años, justo dos días después de que el 
movimiento obrero portugués protagonizara la huelga general más potente 
desde la caída de la dictadura. La situación en Grecia tampoco ha 
remitido, y después de un año de movilizaciones masivas los sindicatos 
han convocado nuevas jornadas de lucha en noviembre que confluirán en 
una nueva huelga general el próximo 15 de diciembre. Las perspectivas de
un recrudecimiento de la lucha de clases en todo el mundo, y por 
supuesto en el Estado español, son claras. Un panorama de abierta guerra
social, que tendrá un impacto tremendo en la conciencia de millones de 
trabajadores, mucho más después de transcurridos tres años de crisis y 
después de certificar que las esperanzas de volver a la situación del 
pasado aceptando sacrificios, recortes salariales, pérdida de derechos, 
no ha servido de nada salvo para envalentonar a la burguesía. 
Un cambio radical en la psicología y la actitud de millones de 
trabajadores, jóvenes y desempleados se está preparando, en el que el 
cuestionamiento del capitalismo, de las instituciones de la democracia 
burguesa, de la política oficial crece día a día con fuerza. La 
expresión de este proceso de polarización, radicalización y politización
adquirirá formas muy diversas, y en muchos casos distorsionadas, debido
a la ausencia de una alternativa marxista de masas. Pero una cosa está 
clara: el divorcio creciente y mayúsculo de la política de los partidos 
socialdemócratas y los sindicatos respecto a las aspiraciones 
fundamentales de la población, están creando las condiciones de una 
crisis histórica de la política reformista y sacudirá de arriba abajo 
las organizaciones de los trabajadores. En estas grandes luchas 
defensivas frente a los planes de austeridad, la clase obrera y la 
juventud sacarán las conclusiones necesarias para avanzar hacia una 
alternativa acabada frente a la crisis. Una alternativa que no es otra 
que el programa por la transformación socialista de la sociedad, por la 
expropiación de la banca y los monopolios bajo el control democrático de
los trabajadores, poniendo fin a la dictadura del capital. 






 

  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                
  
                