El 22 de mayo el primer ministro turco, Ahmet Davutoglu, del islamista AKP, era forzado a dimitir por el presidente de Turquía, de su mismo partido. Al parecer, este cómplice de toda la política seguida por Recep Tayyip Erdogan, no ha sido lo suficientemente entusiasta de los planes presidencialistas de este último. De esta forma el proceso de conversión de Erdogan en el Bonaparte turco da un paso más. En el mismo sentido está la reciente suspensión de la inmunidad parlamentaria para 138 diputados, 50 de ellos del partido de izquierdas HDP, acusados de “espionaje”, “propaganda terrorista” e injurias a Erdogan. Es la antesala de la ilegalización del HDP.

Erdogan ha marcado la agenda política turca desde principios de siglo. Su partido, perseguido en el pasado, fue visto por un sector de la clase dominante como un recambio necesario al partido tradicional, el CHP, vinculado al aparato kemalista , y en crisis por su derechización acelerada y una extensa corrupción. Vendieron al AKP como un partido limpio, sin ataduras con el pasado, favorable a la integración en la UE. Frente a las capas medias urbanas, tradicional granero del CHP, el AKP fue capaz de movilizar a las masas atrasadas del campo (el 25% de la población activa está empleada en la agricultura), y poner en marcha más privatizaciones, más recortes, más facilidades para las multinacionales, etc.

Ese proceso de recambio no estuvo exento de conflicto. Un sector del aparato kemalista intentó resistirse, sin éxito. El AKP, dirigido de una forma cada vez más personalista por Erdogan, encadenó triunfo tras triunfo electoral: gobernó con mayoría absoluta desde 2002 hasta hace un año, y en 2014 Erdogan ganó las primeras elecciones presidenciales (hasta entonces esta figura era elegida por el Parlamento).

Sin embargo, la política del AKP y de la burguesía turca en su conjunto no puede dar satisfacción a la mayoría de la población, que sufre uno de los niveles más bajos del mundo en condiciones de vida, en relación al PIB. Por otra parte, y más allá de la propaganda interesada sobre una normalización de la cuestión kurda, es decir, de una timorata suavización de la brutal opresión sobre el Kurdistán Norte (la parte kurda ocupada por Turquía), el conflicto seguía latente y finalmente ha estallado de nuevo. La crisis económica mundial acecha a un país que pierde productividad, y le empuja cada vez más a jugar un mayor papel imperialista en la región.

Un régimen bonapartista

La respuesta del sistema capitalista a la crisis económica, al auge de la lucha, a la cuestión kurda, a la necesidad de una intervención mayor en Oriente Medio, es la instauración de un régimen político de bonapartismo, es decir, de un régimen basado cada vez más en la represión, y dirigido en su cúspide por un árbitro por encima de cualquier ley que impone su autoridad a las diferentes camarillas y sectores del aparato estatal, intentando mantener la sociedad bajo su férreo control. Es un régimen que se encamina hacia una dictadura abierta, cada vez más militarizado, y que intenta utilizar la cuestión kurda para justificar la represión al movimiento y la supresión de derechos democráticos.

La represión del régimen se ha incrementado a raíz del auge de la lucha de clases, que se expresó en una oleada huelguística y en cuatro huelgas generales en los tres últimos años, así como en el movimiento del parque Gezi, que provocó el terror de la clase dominante y fue reprimido con saña. Estas luchas se reflejaron, a pesar de las innumerables trabas antidemocráticas, en un histórico voto del 13% para el HDP (la izquierda turca y kurda) en las elecciones de junio de 2015, las mismas en las que el AKP perdió 9 puntos porcentuales y, con ellos, la mayoría absoluta.

Lo que más preocupaba a la oligarquía turca era el ánimo creciente de los sectores en lucha, y la unificación de la movilización por los derechos de los kurdos y la de la izquierda turca (por condiciones de vida dignas para los trabajadores, contra la implicación en la guerra de Siria, contra los recortes de derechos democráticos y la represión a minorías…). Erdogan —con la burguesía y el imperialismo norteamericano y europeo detrás de él— pasó a la ofensiva, intentando aterrorizar el movimiento y polarizar el país con su ofensiva contra el Kurdistán. Un mes después de las elecciones comenzó el bombardeo de campamentos del PKK , mientras cientos de manifestantes, o de activistas en su casa, eran detenidos y en algunos casos eran desaparecidos. Cualquiera que expresara la más mínima crítica hacia esa escalada militar y de represión era y es señalado como “amigo de los terroristas”, y según los casos despedido, detenido, torturado o asesinado. Desde entonces al menos han muerto 500 civiles.

Guerra en Kurdistán y represión en Turquía

En Kurdistán Norte, desde hace un año, existe una situación de guerra abierta silenciada por los grandes medios; el paisaje no desentona con el de la vecina Siria. Amnistía Internacional denuncia el “castigo colectivo” que suponen los toques de queda de 24 horas, los cortes de agua y luz y la privación de atención sanitaria a 400.000 habitantes de poblaciones kurdas; otros 400.000 han tenido que huir de sus casas, de las cuales una cuarta parte no tiene donde volver porque han sido destruidas. El Ejército utiliza armamento pesado para combatir en los barrios de las ciudades kurdas, haciendo añicos Diyarbakir (la considerada capital kurda), Idil, Cizre y Silopi, que, como otras localidades, han sido sometidas a asedio, en algunos casos durante tres meses. La Ciudad Vieja de Diyarbakir lleva meses bajo estricto control militar; los soldados levantan barricadas para que nadie escape y van casa por casa buscando al “terrorista”, imponiendo un régimen de terror. Los francotiradores causan bajas en la población civil, incluso en localidades donde no hay enfrentamientos militares. Hospitales se convierten en cuarteles y los trabajadores humanitarios son acosados o asesinados. El nivel de intimidación ha llegado también a Estambul (con una gran migración kurda), donde se ha prohibido celebrar el tradicional Newroz, el Año Nuevo kurdo.

La represión ha alcanzado incluso a sectores académicos, judiciales o periodísticos. Un grupo de 1.000 profesores universitarios firmaron un manifiesto exigiendo el cese de los cercos militares; 130 de ellos están acusados de “terrorismo”, de los cuales una parte han sido despedidos y 18 fueron detenidos en su casa. En marzo fueron intervenidos los medios del Grupo Zaman (que incluye el periódico más leído); el Gobierno nombró administradores para imponer una línea editorial sumisa. Más grave es el caso de dos periodistas de Cumhurriyet, acusados de espionaje por denunciar que el servicio de inteligencia organiza convoyes de armas para el Estado Islámico. En total, hay 1.800 periodistas y 1.100 académicos investigados por “terrorismo” o “insultos al presidente”, y 3.500 informadores han sido despedidos desde que estallara en 2013 el movimiento del parque Gezi.

Paralelamente, el AKP se funde con lo más putrefacto del aparato estatal, lo que allí se llama el Estado profundo: grupos fascistas, escuadrones de la muerte en funcionamiento durante la dictadura militar de los 80 y que han pervivido. Por ejemplo, el recién nombrado comandante de Diyarbakir es un general procesado por el asesinato de trece kurdos. Se suceden las absoluciones en los juicios por los “asesinatos extrajudiciales” de los 80 y 90. Es significativo también el desenlace del proceso judicial de Ergenekon. Ergenekon es una supuesta trama cívico-militar para apartar del poder al AKP, denunciada por éste hace ocho años. La denuncia de Erdogan sirvió para imponer a sus hombres en el aparato estatal. En 2013 los jueces dictaron 22 cadenas perpetuas y 1.200 años de cárcel para 254 condenados, entre ellos un jefe del Estado Mayor. Pero hace mes y medio el equivalente al Tribunal Supremo anuló por completo el juicio, declarando que Ergenekon nunca existió, y las pruebas presentadas por ser falsas. Los enemigos de ayer son hoy amigos.

Política exterior cada vez más agresiva

La burguesía turca también pretende impulsar su intervención externa, aumentando su área de influencia, y chocando así con los intereses de otras potencias regionales como Irán, Israel y Arabia. Pero el mayor conflicto lo tiene con Rusia.

Turquía participó desde el primer día en la intervención imperialista de EEUU en Siria. El objetivo era evitar la extensión de la incipiente rebelión social (al hilo de la Primavera Árabe), que se convirtió en una cruel y reaccionaria guerra. En los últimos meses, la intervención decisiva de Rusia en apoyo al Gobierno de Bashar Al-Assad, que ha llevado a su ejército a la ofensiva y a las puertas de Alepo, preocupa al imperialismo turco. La creación del Estado Islámico (EI) está vinculada a la necesidad de Turquía (y Estados Unidos y la Unión Europea) de ganar terreno a Al-Assad. El Estado turco, pese a su retórica y a algunos ataques aéreos, sigue apoyando a los yihadistas, como reflejó Cumhurriyet. El propio hijo de Erdogan está implicado en el contrabando de petróleo desde el territorio del EI, según un informe del Gobierno iraquí. Para la burguesía turca los yihadistas son un instrumento para combatir al movimiento kurdo, que gobierna la mayor parte de Rojavan (la parte siria de Kurdistán), así como de hacer el trabajo sucio contra la izquierda kurda y turca: las matanzas regulares contra el movimiento. La última, la de dos suicidas del EI que en octubre se hicieron estallar en una manifestación en Ankara, provocando 102 muertos.

La ofensiva imperialista amenaza con nuevas guerras no menos sangrientas. Hace tres meses, tras lustros de tregua, se reiniciaba el conflicto de Nagorno-Karabaj, un enclave de mayoría armenia en territorio azerbaiyano. El Ejército de Azerbaiyán atacaba el territorio de forma sorpresiva, dejando decenas de víctimas. El Estado azerí es aliado del turco, mientras el armenio lo es de Rusia, con quien le une una alianza militar. Todo apunta a una provocación espoleada por Turquía, que pretende dar un aviso a Rusia, o abrir un nuevo frente bélico que le dificulte mantener su intervención en Siria. En la misma línea, Erdogan amenaza con fomentar la contestación de los tártaros en la Crimea anexionada por Rusia.

Merkel, Obama… los amigos de Erdogan

Las tendencias autoritarias de Erdogan y del aparato estatal turco no se desarrollan sin el consentimiento cómplice, cuando no el apoyo activo, de la Unión Europea y Estados Unidos. Turquía es un país clave de la OTAN, el único situado en esa zona estratégica, Oriente Medio, y también es clave en el control de la migración a Europa. El reciente y vergonzoso acuerdo con la UE y el pago de 6.000 millones de euros fortalecen la posición de Erdogan.

Parte del acuerdo era la exención de visado para los ciudadanos turcos. Una exención para la que la UE anteriormente exigía un conjunto de cincuenta medidas para homologar sus leyes a lo que se considera una democracia burguesa. Sin embargo, fruto de ese acuerdo, la Comisión Europea sólo ha exigido ciertos retoques en las leyes antiterroristas para que sean —al menos sobre el papel— un poco menos arbitrarias. Pero la tendencia en Turquía es a endurecer la legislación antiterrorista, y Erdogan ni siquiera parece dispuesto a ceder en cuestiones formales. Hoy por hoy el acuerdo para frenar la migración está paralizado (han sido expulsados menos de 400 refugiados, muy lejos de los objetivos de la UE), y aunque es probable un reajuste del acuerdo, Erdogan —que tiene intereses propios— pretende demostrar su fuerza ante la burguesía europea.

Otro reflejo de la complicidad europea con el tirano es el permiso concedido por Angela Merkel a la justicia turca para juzgar a Jan Böhmermann, un presentador alemán, acusado de injuriar al presidente turco; se basó para ello en una ley del siglo XIX. Alemania tiene intereses también en Oriente Medio, y no es casual que en estos momentos tenga 200 soldados y seis aviones Tornado en la base turca de Incirlik, y mucho menos que esté iniciando los preparativos (y las negociaciones discretas con Erdogan) para establecer una base militar alemana en suelo turco, con la excusa, ¡cómo no!, de la lucha contra el yihadismo.

Los planes de Erdogan pasan por aprobar una Constitución presidencialista, seguramente mediante referéndum. Se baraja el próximo noviembre. Por supuesto, en los meses previos veremos intensificarse la campaña de terror, y no sólo en el Kurdistán. De hecho, todo apunta a una inminente ilegalización del HDP, y con ella una auténtica caza de brujas.

Pero el movimiento de respuesta a Erdogan sigue vivo. En octubre, después de la masacre de Ankara ya comentada, se desarrolló una huelga general de dos días contra el terrorismo de Estado. Hace un mes una jornada de manifestaciones acabó con 500 detenidos, mientras los sindicatos anuncian una nueva huelga general.

Dos tendencias contrapuestas avanzan en Turquía: la tendencia del Estado burgués hacia una dictadura descarnada, despótica y sangrienta y la tendencia del movimiento de los oprimidos, de los trabajadores, a profundizar su radicalización y a extender su lucha contra el sistema, unificándose por encima de divisiones nacionales. Con alzas y bajas temporales en ambos casos, una se tendrá que imponer a la otra. Un programa revolucionario e internacionalista es un arma poderosa para que sea el movimiento de los kurdos oprimidos, de los trabajadores, de los jóvenes, el que venza, aboliendo el capitalismo en Turquía y toda la zona, unificando Kurdistán y estableciendo una Federación Socialista de Oriente Medio.


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