El 4 de abril de 2016 fue el primer día de ejecución del acuerdo de la vergüenza, por el cual los gobiernos de la UE se comprometen a expulsar a Turquía a tantos refugiados como les sea posible. No es que antes de esa fecha la política de la UE hacia los refugiados fuera algo distinto a la represión, marginación o criminalización de los mismos. Pero el acuerdo es la definitiva retirada de la máscara democrática europea. Toda la palabrería sobre los “valores europeos”, “la convivencia”, “los derechos humanos”, se desvaneció y dejó paso a la esencia de la cuestión: los que mandan en Europa y el mundo tomarán cualquier medida necesaria para defender sus sacrosantos intereses.

La oferta del capital europeo: o explotación o expulsión

En pocas horas, 150 refugiados en campamentos griegos fueron esposados con bridas y transportados como ganado a Turquía en barcos, por policías con mascarilla. A partir del 4 de abril, la gestión de todo lo relacionado con los refugiados, en Grecia, se militarizó y policializó. Cuando los que huyen de los desastres del imperialismo llegan a la costa egea, son inmediatamente detenidos, desapareciendo la atención de urgencia que antes hacían ONGs (donación de ropa seca, avituallamiento, atención sanitaria). Los centros de acogida, ya de por sí un infierno, han pasado a ser centros de detención, donde los emigrantes son realmente presos: allí son registrados, e identificados con una pulsera numerada; dentro, son obligados a permanecer en pequeños espacios, y el único contacto que pueden tener con alguien de fuera, que no sea personal policial o militar, es a través de Skype. Disponen de una hora diaria, todos los presos, para pedir cita y conseguir una reunión donde se valore su petición de asilo.

Con este acuerdo vergonzoso, la UE quiere atajar, con la expulsión, este grave foco de inestabilidad para el sistema capitalista. La mano dura también les viene bien para demostrar determinación ante los sectores más reaccionarios y racistas, por otra parte animados a salir de sus guaridas por la campaña xenófoba y criminalizadora que la clase dominante y sus medios realizan.

Pero al mismo tiempo la burguesía necesita mano de obra en condiciones de semiesclavitud. Con ella presiona a la baja las condiciones laborales y sociales de la clase obrera en su conjunto; además, así mantiene la llama del racismo; desvía las culpas del paro, de los recursos cada vez más escasos en salud, educación, etc., hacia los emigrantes, y esconde que es ella y su sistema los únicos culpables. A ellos les gustaría poder seleccionar los trabajadores que necesitan, según las ramas de producción. Por supuesto, todos sumisos, ¡nada de potenciales activistas! Sin embargo, la migración masiva, por la razón inmediata que sea (política o económica), inevitablemente va a más, ya que la crisis capitalista implica más guerras por el control del mercado, más exacerbación de las tensiones nacionales, y una explotación más intensa sobre la clase obrera mundial, y en particular sobre las zonas subyugadas por el imperialismo. Ninguna medida coercitiva podrá con el poderoso deseo de vivir en unas mínimas condiciones dignas.

Turquía, ¿‘país seguro’?

Otro aspecto tenebroso del acuerdo es el futuro de los refugiados expulsados a Turquía. El brutal régimen autoritario turco reprime con saña el movimiento kurdo y de la izquierda y aplica el terrorismo de Estado; intervino desde el minuto uno en Siria, y ha financiado y armado al Estado Islámico, por lo cual es el primer responsable del éxodo sirio. Amnistía Internacional ha denunciado, no sólo la expulsión manu militari de refugiados a ese país (Amnistía Internacional calcula en cien diarios desde enero), incluyendo a embarazadas. La misma organización contabiliza 17 refugiados muertos (entre ellos 3 niños) por balas policiales, mientras la Organización de Derechos Humanos de Siria habla de 16 asesinados desde noviembre.

El acuerdo europeo-turco está desviando la ruta de la desesperación hacia el Oeste. De nuevo, Italia es el destino de cientos de barcas desde Libia o Egipto; una ruta mucho más larga y peligrosa. En el primer trimestre de este año, ha llegado el doble de refugiados a Italia. Y se calcula en 800.000 los emigrantes que esperan en Libia para embarcar… Las mismas medidas puestas en práctica en Grecia serán llevadas a cabo en Italia; Austria ya se prepara, blindando la frontera con el país mediterráneo. Antes de que la cosa vaya a mayores, la UE quiere llegar a un acuerdo similar con Libia. Alemania anuncia un plan de integración; los refugiados serán obligados a cumplir, entre otros, el requisito de “disponibilidad para aprender alemán y para entrar en el mercado laboral”; en palabras de Merkel, “quien no apruebe los cursillos de formación perderá el derecho de estancia”.

Utilización del atentado de Bruselas

Paralelamente, la burguesía europea intensifica su campaña antirrefugiados, presentándolos como gente peligrosa y fanática. Ha utilizado con ese objetivo los atentados de París, y, más recientemente, el de Bruselas. Los términos terrorista, refugiado, yihadista, inmigrante, se intercambian entre sí de forma conveniente, estimulando los prejuicios más asquerosos. Un mes antes del atentado, el ministro del Interior belga, Jan Jambon, anunció la suspensión del Tratado de Schengen y controles fronterizos en el límite con Francia; un día después el alcalde de un pueblo flamenco declaró que “hace falta un campo como Guantánamo”, y el gobernador de Flandes Oeste llamó a “no alimentar a los refugiados, o vendrán más”. Fue el ministro belga de Migraciones quien dijo a su colega griego, según éste, que “hay que hacer retroceder a los refugiados al mar, no me importa si los ahogas”. En este contexto de reacción abierta sin respuesta por parte de las organizaciones de izquierda, se produce el atentado terrorista, que provoca una treintena de muertos. Los migrantes se convierten en diana para los medios y la reacción. A los pocos días de la matanza, mientras una manifestación antirracista pacífica de 200 personas es rodeada por la policía, que detiene a todos los asistentes, una columna fascista se pasea con sus consignas racistas por todo Bruselas, escoltados por otros policías, y se enfrenta a los ciudadanos presentes en un homenaje a los muertos. Las medidas excepcionales de represión de los derechos democráticos más elementales —como en Bélgica o Francia— convierten a los inmigrantes (especialmente del Magreb u Oriente Medio) en sospechosos, y serán aplicadas también contra la clase obrera nativa.

‘Proletarios del mundo, uníos’

Los refugiados no van a aceptar sin lucha ser devueltos a ciudades destruidas, a la guerra, al hambre, a una vida sin futuro. De una u otra forma, se resistirán. En la misma semana en que se puso en práctica el acuerdo de la vergüenza hubo explosiones en los centros de la isla de Quíos y de El Pireo; las manifestaciones, y los intentos por superar la frontera, se suceden, y brutales ataques como el de la policía macedonia contra los refugiados en Idomeni (el del 14 de abril dejó 200 heridos, 30 de las balas de goma, incluyendo tres niños) no podrán evitarlo.

El drama de los refugiados y emigrantes es parte de la opresión capitalista. Ofrecer condiciones de vida dignas a todos, sea cual sea el origen nacional, y desarrollar el planeta entero para que nadie tenga que huir, no es una utopía. La condición para ello es terminar con el capitalismo, con la dictadura del club de los papeles de Panamá. Los recursos combinados del mundo, puestos al servicio de la humanidad, con una planificación y un control democrático de los trabajadores, darán los medios necesarios para acabar con esas lacras.

El éxodo actual tiene enormes consecuencias en la lucha de clases, acentuando la polarización política actual. El aparato estatal muestra la repulsiva cara del racismo y moviliza con ella a los sectores reaccionarios. Pero también los mejores sectores de la clase obrera y en primer lugar los jóvenes, se movilizan cada vez más contra las agresiones fascistas y racistas y la ofensiva del Estado burgués. Las palabras de la revolucionaria francesa Flora Tristán, ‘proletarios del mundo, uníos’, que Marx convirtió en emblema de la Liga Comunista, tiene más vigencia que nunca.


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