"Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva".
Karl Marx & Friedrich Engels, Circular a la Liga de los Comunistas, 1850
A finales de agosto y principios de septiembre de 1917, la crisis revolucionaria en Rusia había madurado. La derrota del golpe de agosto de Kornílov llenó a la vanguardia obrera de confianza y redobló su determinación. A su vez, la comprensión del nexo entre la economía y la política, entre la decisión del Gobierno Provisional de mantener la guerra, la propiedad privada de las fábricas y la tierra, y las penurias que padecían los trabajadores en las ciudades, los campesinos en las aldeas y los soldados en las trincheras, se abrió camino en la conciencia de millones y expuso en toda su magnitud las mentiras y promesas traicionadas de los eseristas y los mencheviques, contrarios a romper su coalición con la burguesía y los terratenientes.
El “pugilato entre el sistema soviético y la democracia formal”, es decir, el doble poder emanado de la Revolución de Febrero, llegaba a su último asalto. Instituciones y organismos como el Gobierno Provisional y las dumas, así como el preparlamento —convocado desesperadamente por Kérenski para desviar a las masas de la acción revolucionaria—, perdían aceleradamente su crédito ante la mayoría el pueblo. Teatros de la charlatanería y el engaño, todos estos organismos se habían mostrado incapaces de resolver las necesidades de una población harta de discursos huecos, que los hechos tozudos negaban a cada paso: ni tierra, ni pan, ni paz, ni derechos para las naciones oprimidas. Aspiraciones que no tenían cabida dentro del marco del capitalismo ruso y que empujaban inexorablemente hacia una nueva revolución.
Todo este avance en la conciencia se tradujo en un crecimiento de la autoridad política de los bolcheviques, que pasaron de ser una escasa minoría en los sóviets a ganar la mayoría en los de Petrogrado y Moscú —los dos núcleos urbanos que actuaban como guía política para el resto de Rusia— y en otras muchas ciudades. Dicha victoria se había gestado desde abajo, en el corazón del proletariado, conquistando en primer lugar los sóviets de las fábricas y los barrios obreros, y demostrando a las masas oprimidas que los bolcheviques no eran como el resto de los partidos: ellos sí hacían lo que decían y, aunque fueron reprimidos sin tregua, nunca abandonaron a las masas incluso en las circunstancias más difíciles.
En este punto hay que volver a recordar que, desde Febrero, la mayoría de los sóviets estuvieron dirigidos por los partidos conciliadores y reformistas, eseristas y mencheviques. Estas formaciones habían pervertido los organismos de poder obrero colocándolos al servicio de la colaboración de clases. La posibilidad de que los sóviets se convirtieran en una palanca de la contrarrevolución fue advertida en numerosas ocasiones por Lenin, que insistía correctamente en no tener ningún apego a formas organizativas cuando éstas dejan de jugar la función progresista para la que nacieron.
Pero las dudas de Lenin, que incluso llegó a proponer abandonar la consigna de ¡Todo el poder a los sóviets! y centrar las fuerzas del partido en impulsar los comités de fábrica como los órganos de la insurrección, fueron resueltas por la propia experiencia de los hechos. La derrota de la intentona golpista de agosto —el látigo de la contrarrevolución— insufló nuevamente a los sóviets la sabia revolucionaria necesaria.
Crisis en el Comité Central bolchevique
Las conclusiones que se pueden extraer del Octubre ruso son muchas y valiosas, especialmente en lo concerniente al papel del partido revolucionario. Por ello, una de las más nefastas falsificaciones estalinistas es la que oculta la auténtica historia de lo que ocurrió en la dirección bolchevique durante aquel año crucial. Pretender deducir del triunfo de la revolución que el programa, los métodos y las tácticas aplicados durante esos diez meses de 1917 surgieron de forma natural, sosegada y unánime entre los líderes bolcheviques, es faltar a la verdad. Por el contrario, la frenética sucesión de acontecimientos y debates no dejaron de golpear el partido, provocando constantes crisis.
La situación objetiva en septiembre había sufrido una gran transformación. Ya no se trataba, como señalaría Lenin en sus Tesis de Abril, de explicar pacientemente a las masas la necesidad de luchar por la revolución socialista y hacerla consciente de su tarea histórica. La situación había madurado rápidamente. Después de la represión sangrienta de las Jornadas de Julio y del intento de golpe de Estado de Kornílov en agosto, el poder se deslizó a manos de una camarilla bonapartista, encarnada por Kérenski, que amenazaba con la derrota humillante y definitiva de la revolución.
De estos hechos, en palabras de Lenin, se concluía que era completamente imposible el “desarrollo pacífico” de la revolución. La cerrazón de eseristas y mencheviques de atarse al carro de la reacción burguesa, convirtiéndose en los mayordomos de Miliukov y los kadetes, hacía imposible esta perspectiva. Lenin lo advirtió en toda su correspondencia al Comité Central bolchevique: no había ya caminos intermedios. O una dictadura bonapartista burguesa, o los trabajadores se hacían con el poder en Rusia, apoyados en el poder de los sóviets y en la movilización de los campesinos pobres.
Todos sus escritos de finales de agosto y principios de septiembre están recorridos por este eje: preparar las fuerzas del partido y de la vanguardia para la insurrección, una vez que los hechos confirmaban a cada paso el apoyo de la mayoría de la case obrera y de los campesinos pobres. El 12 de septiembre Lenin publicó un artículo titulado Los bolcheviques deben tomar el poder; dos días después afirmaba que contaban “con todas las premisas objetivas para una insurrección triunfante”.1
Lenin operaba un giro decisivo en la orientación del partido, y se enfrentó a una enconada oposición en la dirección bolchevique. Cuando llegaba el momento para el que los bolcheviques llevaban tanto tiempo preparándose, por el que se habían hecho tantos esfuerzos y sacrificios, una sensación de vértigo paralizante se apoderó de no pocos dirigentes. Stalin, por aquel entonces jefe de la redacción de Pravda, permitió la publicación el 30 de agosto de un artículo de Zinóviev contra la propuesta de la insurrección. Las declaraciones se sucedieron por boca de líderes destacados: Zinóviev, Kámenev y otros muchos acusaron a Lenin de aventurerismo y blanquismo2. Todas estas justificaciones para retrasar la decisión fueron basadas en “razones” teóricas, en la “inmadurez” de las condiciones para tomar el poder, el atraso de la economía rusa para sustentar un Estado obrero, la dificultad de consolidar el apoyo de las masas campesinas o la “fortaleza” militar de los enemigos de la revolución… En definitiva, Rusia no estaba madura para la revolución socialista, y era necesario atravesar una fase previa de desarrollo capitalista y democracia burguesa.
En aquellas circunstancias extremas, Lenin no se arredró y actuó en consecuencia: “Me veo obligado a pedir mi salida del Comité Central, y así lo hago, y a reservar mi libertad de agitación en la base y el congreso del partido”.3 Al igual que cuando la dirección bolchevique lo dejó en minoría con sus Tesis de Abril, “…Lenin se apoyaba en las capas inferiores del partido contra las más altas, o en la masa del partido contra el aparato en su conjunto”.4 Aunque no llegó a hacer pública su dimisión, la lucha interna se prolongó hasta las postrimerías de la insurrección.
Por fin, en el Comité Central celebrado el 10 de octubre (según el calendario ruso de la época), Lenin conquistó la mayoría para organizar y llamar a la insurrección armada. Esta reunión, de trascendencia histórica, contó con algunas particularidades. Sólo 12 de los 21 miembros del CC pudieron asistir. De hecho, Lenin llegó afeitado, con gafas y peluca, pues seguía en la clandestinidad. Al concluir el debate, 10 miembros votaron a favor de la insurrección y 2 en contra. Ello no evitó que tan sólo una semana antes de que la toma del poder se consumara, Kámenev publicara una carta afirmando que: “No sólo Zinóviev y yo, sino una porción de compañeros, estimamos que sería un acto inadmisible, funesto para el partido y la revolución, tomar la iniciativa de la insurrección armada en el momento presente”.5
Toda la presión ideológica ejercida por la burguesía y, especialmente, por la pequeña burguesía hacía mella en la cúspide del partido. “Mencheviques y eseristas procuraban atar a los bolcheviques con la legalidad soviética y transformar ésta, de manera indolora, en legalidad parlamentaria burguesa. Y con semejante táctica simpatizaba la derecha bolchevique”.6 Estas presiones de clases ajenas eran alentadas por el carácter conservador que todo aparato adquiere a lo largo de los años, incluso el del partido más revolucionario.
La toma del poder
La implacable insistencia demostrada por Lenin durante esas semanas cruciales no era casual. Existía una urgencia real, que de no ser atendida acabaría de forma trágica. “La fuerza de un partido revolucionario sólo se acrecienta hasta un momento dado, después del cual puede declinar. Ante la pasividad del partido, las esperanzas de las masas dan paso a la desilusión, de la que saca ventaja el enemigo, que entre tanto se repone de su pánico”.7
La fortaleza de Lenin para superar las vacilaciones y el temor a la derrota de muchos de sus compañeros, se apoyaba sin duda en su profundidad teórica y su genialidad táctica, pero también, y es importante subrayarlo, en su confianza en la capacidad revolucionaria de las masas desposeídas: “Que se avergüencen los que dicen: ‘No tenemos ningún aparato para reemplazar al antiguo, que inevitablemente tiende a la defensa de la burguesía’. Pues ese aparato existe. Son los sóviets. No temáis la iniciativa ni la espontaneidad de las masas, confiad en sus órganos revolucionarios, y veréis manifestarse en todos los dominios de la vida del Estado, esa misma fuerza, esa misma grandeza, la invencibilidad de los obreros y campesinos que han manifestado su unión y su entusiasmo contra el movimiento de Kornílov”.8
Efectivamente, no se trataba sólo de la clase obrera; decenas de millones de campesinos pobres ardían de impaciencia y pasaban a la acción, ocupando los latifundios y expulsando a sus propietarios. Era necesario que los bolcheviques conectaran con esa gigantesca masa humana sedienta de tierra y libertad, demostrándole de forma práctica que su partido tenía el programa que necesitaban. La toma del poder por la clase obrera sería la forma más efectiva de hacerlo, sellando la alianza política entre los oprimidos de la ciudad y del campo.
A principios de octubre, el gobierno de Kérenski, en una maniobra desesperada, trató de trasladar al frente a dos terceras partes de la guarnición militar de Petrogrado debido a sus simpatías hacia el bolchevismo. Pero las tropas no sólo permanecieron en la ciudad, sino que el conflicto que se desató entre el sóviet de la capital —en manos bolcheviques— y el gobierno permitió la constitución el 7 de octubre del Comité Militar Revolucionario, organismo que se apresuró a nombrar comisarios políticos en todas las unidades e instituciones militares, es decir, un Estado Mayor revolucionario, o como Trotsky lo calificó, el “órgano soviético legal de la insurrección”.9
La insurrección prevista en un primer momento para el 15 de octubre (según el calendario ruso de la época) fue aplazada diez días para hacerla coincidir con la apertura del II Congreso de los Sóviets. Con todo, es necesario volver a subrayar la genuina posición política de Lenin, implacable enemigo del cretinismo parlamentario: “Para nosotros, lo importante es la iniciativa revolucionaria, de la que la ley debe ser el resultado. Si esperáis a que se escriba la ley y os cruzáis de brazos, sin desplegar la menor energía revolucionaria, no tendréis ni ley ni tierra”.10 Trotsky recuerda que “al querer que coincidiera la toma del poder con el II Congreso de los Sóviets, ni por asomo abrigábamos la cándida esperanza de que ese Congreso pudiera resolver por sí mismo aquella cuestión. (…) Para apoderarnos del poder, acometíamos activamente los preparativos en el terreno político, organizativo y militar”.11
Todo estaba listo, y el 25 de octubre se inició la insurrección bajo la dirección de León Trotsky y sus colaboradores del Comité Militar Revolucionario: “…decenas y decenas de miles de obreros armados constituían los cuadros de la insurrección. Las reservas eran casi inagotables. Evidentemente, la organización de la guardia roja estaba muy lejos de ser perfecta. (…) Pero, completada con los obreros más capaces de sacrificarse, la guardia roja ardía en deseos de llevar esta lucha hasta el final. Y esto es lo que decidió el asunto”.12 La insurrección en Petrogrado fue incruenta, a diferencia de Moscú donde la candidez de la dirección revolucionaria facilitó la puesta en libertad de numerosos mandos militares que reorganizaron sus fuerzas y pasaron al contraataque.
La Revolución de Octubre fue todo lo contrario a un golpe de Estado, tal como lo intentan presentar los historiadores burgueses y sus portavoces en la izquierda reformista. En realidad lo que decidió el triunfo de Octubre fue el apoyo inmensamente mayoritario de los trabajadores y los campesinos pobres al llamamiento de los bolcheviques. El II Congreso de los Sóviets —celebrado del 25 al 27 de octubre de 1917— aprobó la disolución del Gobierno Provisional, la creación del Consejo de Comisarios del Pueblo, y ratificó los dos famosos decretos, presentados por Lenin, referentes a la entrega de la tierra al campesinado y el fin de la participación de Rusia en la guerra imperialista.
Acababa de nacer el primer Estado obrero de la historia. Como señaló Rosa Luxemburgo desde la cárcel: “Los bolcheviques se han apresurado a formular, como objetivo de su toma del poder, el programa revolucionario más completo y de mayor trascendencia, es decir, no el afianzamiento de la democracia burguesa, sino la dictadura del proletariado a fin de realizar el socialismo (…) Lenin, Trotsky y sus camaradas han demostrado que tienen todo el valor, la energía, la perspicacia y la entereza revolucionaria que quepa pedir a un partido a la hora histórica de la verdad”.13
- V. I. Lenin, El marxismo y la insurrección.
- August Blanqui (1805-81): Revolucionario y representante del comunismo utópico francés, abogaba por la toma del poder mediante el complot armado de una minoría.
- Lenin citado por León Trotsky en Historia de la Revolución Rusa.
- L. Trotsky, Historia de la Revolución Rusa.
- L. Trotsky, Lecciones de Octubre.
- Ibíd.
- Ibíd.
- Lenin citado por L. Trotsky en Historia de la Revolución Rusa.
- Ibíd.
- Lenin citado por L. Trotsky en Historia de la Revolución Rusa.
- L. Trotsky, Lecciones de Octubre.
- L. Trotsky, Historia de la Revolución Rusa.
- R. Luxemburgo, La revolución rusa, en Obras Escogidas, Ed. Ayuso, pp. 119, 123, 125.