Tras el desorbitado circo mediático desatado por la muerte de Juan Pablo II la Iglesia Católica, institución abierta y democrática donde las haya, ha elegido sucesor. Parecía difícil de superar el legado reaccionario que dejó el anterior pontífice, sin embargo, la elección de Joseph Ratzinger promete profundizar en esa línea.

Mano “derecha” de Wojtyla, el conocido como Panzercardenal ha destacado en su papel de martillo de herejes y fustigador de cualquier movimiento mínimamente progresista en el interior de la Iglesia Católica desde su cargo de Santo Inquisidor. Sus orígenes políticos se vinculan a las Juventudes Hitlerianas, excelente escuela de formación y soldado de la Wehrmacht durante la II Guerra Mundial, experiencia que no debió caer en saco roto por lo que parece.

Defensor de la economía de libre mercado y visceral antimarxista —ha llegado a afirmar que “el comunismo es la mayor vergüenza de nuestro tiempo”—, garantizará durante su mandato la represión de cualquier tendencia que se distancie de la ortodoxia más firme y de la santa tradición. En ese sentido, conviene recordar que es el principal responsable de la represión de la Teología de la Liberación en América Latina, línea de pensamiento cristiano forjada en las luchas revolucionarias de los años 60 que recoge algunos principios del marxismo para criticar las injusticias sociales del capitalismo y proponer un modelo alternativo de sociedad. Mientras el Opus Dei y otros movimientos neofundamentalistas defensores y practicantes del capitalismo salvaje eran promocionados, Ratzinger no demostró misericordia cristiana hacia los que defendían la “opción por los pobres”.

Inspiración ideológica medieval

La inspiración ideológica del cardenal bávaro enraíza en la Edad Media, época en la que la Iglesia ejercía un poder espiritual y temporal “benéfico” sobre la mayoría de la sociedad. Por tanto, es un defensor de la tutela eclesiástica sobre el poder político, criticando el laicismo y cualquier mejora social o avance en los derechos de la mujer y las minorías. Son conocidas sus afirmaciones de que la homosexualidad es pecado, que el lugar de la mujer es el hogar y que el único método válido de anticoncepción es la abstinencia. De hecho, la condena al uso de anticonceptivos hace a la Iglesia moralmente responsable del contagio con el virus del SIDA de millones de personas en África. Ante un personaje de semejante catadura se hace necesario reivindicar más que nunca que el papel de la religión pertenece exclusivamente a la esfera privada, luchando por evitar que el mensaje reaccionario de este sujeto llegue a los jóvenes a través de la esfera pública (a través de la asignatura de religión en centros públicos, por ejemplo).

Pese a todo, se puede valorar como positiva la elección de Ratzinger desde el siguiente punto de vista: muestra a la luz el verdadero carácter de la Iglesia Católica, institución que ha estado históricamente al servicio de la clase dominante (aristocracia o burguesía). Probablemente, un Papa más abierto, procedente del Tercer Mundo levantaría falsas expectativas en sectores de las clases populares de estos países. La deriva fundamentalista del catolicismo, rompiendo con el tímido aperturismo representado por el Concilio Vaticano II en los años 60, alejará cada vez más a las masas de un mensaje oscurantista y alienante que predica la resignación y el sometimiento a los poderosos, poniendo todas las esperanzas de una vida mejor en el otro mundo, el Reino de Dios.


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