A continuación publicamos por su interés un artículo de Jordi Joan Baños, aparecido en el diario barcelonés La Vanguardia el pasado 4 de septiembre.
El tirón del textil está convirtiendo a Dacca en la mayor metrópolis del mundo musulmán. Y también en muestrario del peor rostro de la deslocalización industrial. Ahí está la fatiga desesperanzada de Shina, una joven de 16 años, cuando regresa a su chabola desde la fábrica en la que se pasa el día frente a una máquina de coser por 23 euros al mes. Como ella, cuatro millones de bangladesíes prestan sus brazos al sector textil, que supone el 77% de las exportaciones del país: diez mil millones de euros durante el último año fiscal, sólo por detrás de China, UE y Turquía. Superando ya a las remesas de los emigrantes.
A continuación publicamos por su interés un artículo de Jordi Joan Baños, aparecido en el diario barcelonés La Vanguardia el pasado 4 de septiembre.
El tirón del textil está convirtiendo a Dacca en la mayor metrópolis del mundo musulmán. Y también en muestrario del peor rostro de la deslocalización industrial. Ahí está la fatiga desesperanzada de Shina, una joven de 16 años, cuando regresa a su chabola desde la fábrica en la que se pasa el día frente a una máquina de coser por 23 euros al mes. Como ella, cuatro millones de bangladesíes prestan sus brazos al sector textil, que supone el 77% de las exportaciones del país: diez mil millones de euros durante el último año fiscal, sólo por detrás de China, UE y Turquía. Superando ya a las remesas de los emigrantes.
Miles de factorías trabajan para primeras firmas occidentales que han convertido a Bangladesh en primer exportador mundial de camisetas y segundo de tejanos. El eco de accidentes como el que en el 2005 sepultó a 67 obreros en una fábrica han servido para introducir mejoras en los edificios, pero no en la vida de los trabajadores. Hace un mes, gobierno y patronal acordaron subir el salario mínimo en un 80% respecto al 2006, lo que no bastó para evitar una revuelta que arrasó la más lujosa avenida comercial del país.
A lo largo de unos dos kilómetros, este corresponsal no vio casi ningún escaparate intacto. La policía disparó balas de goma, pero poco pudo hacer ante cuatro mil trabajadores, casi adolescentes. Su ira sorprende menos al saber que en cuatro años los alimentos básicos han subido un 70% y que la mensualidad mínima se ha quedado en 3000 takas (33 euros), cuando los sindicatos -semiclandestinos- pedían 5000.
Varios compañeros de Shina fueron detenidos, pero ella se quedó en su choza porque "estaba muy nerviosa". Korail es un suburbio embarrado, pero limpio, a un tiro de piedra del barrio diplomático. En la chabola de Shina, cinco adultos y un bebé viven en 7 m2. El alquiler cuesta once euros y no hay agua corriente. En su barrio de lata, me dice, el 60% trabaja en la confección, el 20% acarrea pasajeros en triciclos y el resto son peones o mujeres de la limpieza. La mitad de su salario proviene de los once céntimos de euro que cobra por hora extra, cuando hay pedidos urgentes.
Su amiga Utta dice tener "catorce o quince años". Gana 24 euros al mes y dice que está muy contenta de que el salario vaya a subir hasta 3000 taka, "aunque el amo todavía no se ha comprometido". En su fábrica "trabajan unas sesenta personas, los más jóvenes de doce años". "Lo importante si uno desfallece es hacerlo dentro de la fábrica, porque si no, nadie paga nada", asevera.
La arquitectura carcelaria de las fábricas textiles domina varias arterias de Dacca. En varias zonas del país hay zonas especiales de procesamiento de exportaciones, con cinco años de vacaciones fiscales y repatriación de beneficios (sólo un 1,25% de los particulares y empresas pagan impuestos). Sin embargo, la mayoría de firmas extranjeras no montan fábrica propia, sino que hacen pedidos a empresas locales y miran a otro lado. Una camiseta les cuesta 0,65 euros.
Los obreros de Bangladesh están entre los más desprotegidos y peor pagados del mundo, lo que ha atraído como moscas a la flor y nata de la moda. A pocos kilómetros de Dacca se encuentran otros centros textiles, comoGhazipur o Narayangonj. En este último, un par de calles concentran 300 naves subcontratadas por firmas extranjeras. "Trabajamos para Basic, Kik, Primark, Harrod's, Walmart, Adidas, Nike, H&M...", dice un empresario. Los encargos de Inditex dan trabajo a cientos de estas fábricas en todo el país. Sólo Stradivarius trabaja con una treintena.
El sevillano Paco Pérez trabaja desde hace cuatro años en Bangladesh y relativiza la actual conflictividad: "Ni punto de comparación con el 2006", cuando se mezcló con la agitación política. Luego vinieron dos años de gobierno tutelado por los militares, que prohibió la actividad sindical. Incluso ahora, gobierno y patronal prefieren ver en la presente revuelta una mano negro extranjera que les quiere restar competitividad.
La catalana Glòria Rodó, importadora de ropa que trabajó durante años con Stradivarius, afirma que "los encargos llevan parejo un código de conducta, como la prohibición del trabajo infantil. La primera inspección se produce al cabo de seis meses y nunca la pasan, pero se les ayuda para que instalen salidas de emergencia, etcétera". Pero por mucho que las firmas extranjeras puedan intervenir en los edificios, las condiciones salariales dependen del patrón, en un país de 160 millones de habitantes y altísimo desempleo y competencia. Rodó asegura que cuando uno se aleja de la capital, ver a aprendices de seis o siete años es común. "Al final, un empresario argentino les dijo, de acuerdo, que trabajen tres horas, pero que estudien cinco. Y les montó una escuela".
Taslima Akhter es una joven fotógrafa, que ha expuesto este verano en Dacca sobre las penurias del textil. "Con los salarios que reciben sólo pueden vivir en barrios chabolistas. Y en las fábricas hay acoso y tortura -mental o física- y todos los propietarios tienen a sus matones", explica. El gobierno proyecte un cuerpo de policía industrial, en teoría para evitar abusos, pero que podrían acabar siendo antidisturbios. Ahora los sindicatos no son ilegales, pero no pueden entrar en las fábricas. El salario de las chicas -el 70% de la mano de obra- sirve para pagar la dote de sus bodas. Pero ahora "se hacen oír y muchas ya no dan todo su salario a su padre o a su marido".