El domingo 18 de octubre se celebró una masiva movilización en conmemoración del primer aniversario del inicio del proceso revolucionario chileno. La Plaza Italia de la capital —rebautizada por los manifestantes como la Plaza de la Dignidad— y las calles aledañas se llenaron con más de cien mil jóvenes y trabajadores, una afluencia masiva que se repitió en la mayoría de ciudades del país: según los organizadores, más de un millón de personas tomaron las calles pese al anuncio del despliegue de más de 40.000 carabineros y las amenazas de represión.
Sin duda, se trata de un recordatorio contundente al presidente Sebastián Piñera y a la burguesía chilena de que la revolución no se ha apagado, que el grito de “¡Abajo el Gobierno asesino!” sigue vivo, tanto como la voluntad de terminar de una vez por todas con la barbarie capitalista, más aún cuando la crisis se profundiza, agudizando las desigualdades sociales y la opresión de los trabajadores y el pueblo a manos de la oligarquía chilena.
El “proceso constituyente”, un balón de oxígeno para Piñera y la oligarquía
La protesta iniciada hace ahora un año contra la subida de los precios del transporte público en Santiago, se transformó en un estallido revolucionario que desbordó desde el primer momento a los dirigentes reformistas de la izquierda, tanto del Partido Socialista (PS) como del Partido Comunista de Chile (PCCh) y la CUT.
El grito de la juventud y los trabajadores movilizados, “no son 30 pesos, son 30 años”, resumía muy bien el estado de ánimo de millones. Después de la supuesta “transición democrática” tras la caída de la dictadura, el aparato del Estado seguía controlado por los mismos reaccionarios pinochetistas que masacraron al pueblo tras el golpe militar de septiembre de 1973, y una oligarquía económica de no más de 100 familias habían conducido al país a una situación de desigualdad espantosa, salarios de miseria, pensiones privatizadas, un sistema de educación público arrasado para mayor negocio de la patronal y la iglesia, falta de vivienda y recortes sociales insoportables.
Piñera respondió al empuje de las masas con una doble táctica. Por una parte desplegó una represión brutal, que causó decenas de muertos, miles de heridos y otros tantos detenidos que fueron salvajemente torturados en comisaría. Al día de hoy hay cientos de presos políticos, y ninguno de los responsables políticos y policiales de esta represión ha sido juzgado.
La violencia del Estado fue el palo. Pero Piñera también utilizó la zanahoria, ofreciendo reformar la constitución y convocar a una Asamblea Constituyente (AC) con los mismos actores políticos que habían conducido a este desastre. La inmensa mayoría de la izquierda parlamentaria y de los sindicatos oficiales (encabezados por la Central Única de Trabajadores, CUT) aceptaron descarrilar el movimiento revolucionario a cambio de elecciones para elegir un “nuevo” parlamento burgués.
Tras meses de manifestaciones multitudinarias, huelgas generales históricas impuestas desde abajo y conflictos permanentes en prácticamente todos los sectores de la economía, el movimiento sufrió una caída importante por la defensa a ultranza de la política de conciliación de clases que adoptaron las direcciones del PS y del PCCh, y los sindicatos y movimientos encuadrados en la Mesa de Unidad Social (MUS).
Las cúpulas del PS, del PCCh y de la CUT demostraron en todo momento una desconfianza orgánica hacia las masas y no dejaron de meter hielo a la situación explotando la idea de la “Constituyente” como la única opción para desalojar a la derecha del poder, precisamente cuando Piñera estaba contra las cuerdas. Obviamente el miedo a la profundización de la revolución, al surgimiento de organismos de doble poder, que de manera embrionaria y potencial estaba presente a través de los cabildos y de otros organismos unitarios de lucha, aceleró el giro hacia la conciliación de estos dirigentes.
Esta estrategia, publicitada y apoyada al unísono por toda la opinión pública burguesa, ha generado ilusiones. Muchos luchadores creen sinceramente que la AC abordará los problemas fundamentales de los oprimidos, pero creer que un parlamento burgués dominado por los mismos partidos de la derecha y la socialdemocracia que se han turnado en el Gobierno en estos años lo hará, es no mirar los hechos de frente.
Los acontecimientos chilenos han vuelto a señalar la necesidad de levantar una estrategia de clase, revolucionaria y socialista para hacer avanzar la revolución, y no para estrangularla. El desempleo, la carestía de la vida, la falta de pensiones dignas, de vivienda, el derecho a la educación y la sanidad, a la libertad del pueblo mapuche no pueden tener solución dentro del marco del capitalismo. Ningún parlamento burgués, y la AC lo es, resolverá expropiar a los capitalistas ni procederá a la nacionalización de las palancas fundamentales de la economía, tampoco depurará el aparato del Estado de fascistas. La renuncia de la izquierda reformista a la lucha por el socialismo y el poder obrero solo ha servido para dar un enorme balón de oxígeno a la clase dominante que ha logrado recomponer temporalmente la situación a su favor.
Descarrilando el movimiento de masas hacia el terreno del parlamentarismo burgués, el presidente Piñera se ha erigido como el máximo defensor y garante de la celebración del referéndum constituyente que, tras aplazarse en abril, se celebrará el domingo 25 de octubre.
La catástrofe económica y sanitaria
Durante todo este periodo y fruto de la presión de la movilización, Piñera se ha visto forzado a remodelar su Gobierno hasta en cinco ocasiones con la única intención de dar una imagen “renovada” y evitar así su propia renuncia. Sin embargo, todo este juego de sillones no ha podido resolver la caída en picado de su popularidad al 12% (según la encuestadora Cadem en julio).
Este odio hacia Piñera no ha hecho más que agravarse por la crisis económica y sanitaria desatada en los últimos meses, con casi medio millón de contagiados de la Covid-19 y más 13.500 muertos en un país de apenas 19 millones de habitantes. A pesar de estos dramáticos datos, el Gobierno ni ha reforzado el sistema sanitario, ni ha tomado medidas sociales para proteger la salud y la vida de las familias trabajadoras, demostrando una vez más que su única prioridad es mantener los beneficios de los grandes capitalistas, entre los que se encuentra el propio Piñera.
El PIB chileno se ha desplomado en el segundo trimestre un 14,1%, la mayor caída desde 1986. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ya destacaba que tras la crisis de 2008 la población que puede caer en la pobreza en un contexto de recesión económica alcanza al 37%. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido. El paro oficial se ha disparado hasta alcanzar a tres millones de trabajadores, datos que no recogen a los sectores que viven del trabajo informal y que se han quedado sin ningún tipo de ingreso fruto de las cuarentenas declaradas.
La miseria ha escalado hasta el punto de que el Gobierno habilitó un mecanismo para que los trabajadores pudiesen retirar el 10% de su fondo de pensiones para poder tener algo con lo que llenar la nevera. Pero esta medida, que fue ampliamente reclamada desde sectores de la izquierda parlamentaria, es una completa estafa y no puede paliar la envergadura de la catástrofe. Con la retirada de esta parte de las pensiones, el 27% de los trabajadores se quedó sin nada en su fondo, es decir, sin ningún tipo de prestación para su jubilación. Además se estima que si la situación se agrava y fuese necesaria una segunda retirada, esta cifra alcanzaría a un 48%. No hay que olvidar que uno de los principales problemas de la nación es la pobreza extrema de los pensionistas, fruto de la existencia de un sistema de jubilaciones completamente privatizado.
Todo esto empuja a las masas a volver a la lucha y explica también que la tregua en la movilización en las calles sea tan precaria. El capitalismo chileno no tiene nada que ofrecer y sigue acumulando material explosivo. Incluso durante la primera etapa de la pandemia se produjeron movilizaciones en algunas de las principales comunas de Santiago de Chile, donde hasta el 60% de la población vive de la economía informal. “No es contra los confinamientos, es contra el hambre”, señalaban los participantes en ellas. Estas protestas fueron duramente reprimidas y, aunque fueron explosiones puntuales y focalizadas, levantaron una ola de simpatía en todo el país, sucediéndose las muestras de apoyo con caceroladas y concentraciones para reclamar medidas efectivas que terminen con el hambre y la miseria que azotan a millones de chilenos.
La izquierda parlamentaria y los sindicatos apuntalan la política de unidad nacional
Tras el impasse en la movilización, desde principios de septiembre se retomaron las tradicionales protestas de los viernes en la Plaza Dignidad para exigir la caída del Gobierno. Aunque durante las primeras semanas solo reunieron a unos cientos de manifestantes, el número de participantes ha ido creciendo semana a semana, desafiando la dura represión que sigue en marcha y la prohibición explícita de reuniones de más de 50 personas. La masiva movilización de este 18 de octubre ha significado un salto y un gran paso adelante que demuestra el ambiente real de combate que existe en la clase obrera y los oprimidos de Chile.
Sin embargo, esta actitud abnegada de las masas contrasta con la actuación de los dirigentes sindicales y de la izquierda reformista, que han hecho bandera del cretinismo parlamentario más penoso. Desde el principio del proceso revolucionario han depositado todos sus esfuerzos exclusivamente en impulsar una “nueva transición democrática” a través de un proceso constituyente. De esto trata la celebración del plebiscito del próximo 25 de octubre, donde los chilenos decidirán si quieren sustituir la Constitución pinochetista por una nueva y, en caso afirmativo, si será elaborada por una convención constitucional (conformada por constituyentes elegidos específicamente para esta tarea) o por una convención mixta (mitad parlamentarios y mitad constituyentes).
Con esta maniobra, la burguesía chilena apuntalada por los dirigentes reformistas ha conseguido parcialmente su objetivo de sacar de la calle a la clase obrera —el único actor que puede transformar con su acción directa las penosas condiciones de vida de las masas— y poner el foco en las instituciones burguesas como si estas pudieran garantizar los derechos democráticos y sociales más básicos.
La oligarquía pretende darse un fino barniz “democrático”, “modernizar” una Constitución completamente cuestionada y vinculada directamente a la dictadura militar, para tratar así de lavar la cara al sistema y contener la protesta social. Sin embargo, estas “reformas” no alterarán lo más mínimo la dominación económica y política de los capitalistas, su control del ejército y del aparato del Estado, ni por supuesto la propiedad privada de los medios de producción. Mientras todo este poder continúe en manos de los oligarcas de siempre, ninguna constitución resolverá los problemas de los trabajadores y los oprimidos.
El referéndum constitucional es la única “alternativa” que la izquierda parlamentaria lleva meses defendiendo. Esta es la razón, como hemos explicado anteriormente, por la que amplios sectores de los trabajadores y la juventud han terminado concibiendo esta votación como la forma más viable de golpear al régimen de Piñera y lograr su derrota. Pero los mecanismos de defensa que la Constituyente ofrece al régimen son muchos y variados. En el pantano de la comisión constitucional, en las negociaciones de las comisiones, la derecha maniobrará y logrará concesión tras concesión de la izquierda reformista.
Cuando el 15 de noviembre de 2019 se firmó el “Acuerdo Por la Paz y la Nueva Constitución” se apuntaló al Gobierno de Piñera dejando en sus manos la iniciativa. Aquel pacto, firmado por la derecha, el PS y el Frente Amplio (FA), contó al principio con la renuencia de la Mesa de Unidad Social —la plataforma que aúna a los principales movimientos sociales y sindicatos del país—, la CUT y el Partido Comunista. Pero estos últimos han respaldado la estrategia del pacto finalmente y, abandonando la movilización social, renunciaron a profundizar la revolución y ofrecer una alternativa para tomar el poder, basada en la fuerza del movimiento obrero. Igual que el PS han depositado todas sus esperanzas en la Constituyente.
Por un Gobierno de los trabajadores. Por el socialismo
Mientras crean ilusiones en la Constituyente, el Gobierno y los capitalistas siguen preparándose para aplastar al movimiento revolucionario. Piñera ha invertido más de 15 millones de dólares en el último mes en equipar a los milicos y policía. Se ha anunciado el despliegue de 40.000 carabineros para control de manifestaciones. La burguesía es más consciente que los dirigentes de la izquierda de cuál es el ambiente real entre la población y de la posibilidad de un nuevo estallido revolucionario, algo que se puede ver con claridad en las declaraciones del Jefe de Carabineros: “Llevamos meses preparándonos para esto. Después del 18 de octubre hubo muchas lecciones aprendidas. Adquirimos una experiencia que no teníamos y eso nos permitió prepararnos durante todo este tiempo”. Si la izquierda y los sindicatos hubiesen sacado unas conclusiones tan claras y acordes a las de la clase dominante, a día de hoy la caída del Gobierno y del capitalismo chileno serían una realidad.
Lo cierto es que los datos de la represión que deja este año de movilizaciones son absolutamente escalofriantes. Según datos oficiales proporcionados a Human Rights Watch, los carabineros detuvieron a más de 15.000 personas solo entre el 18 de octubre y el 19 de noviembre y “retuvieron” a otras 2.000 por incumplir el toque de queda durante el estado de emergencia. Al menos 30 manifestantes fueron asesinados y, según información del propio Ministerio de Salud, los servicios de urgencias médicas del país atendieron a 12.652 personas heridas en relación con las manifestaciones.
Las imágenes de hace solo unas semanas de un milico empujando por un puente a un joven manifestante de apenas 16 años recorrieron el mundo. Las detenciones y torturas se siguen produciendo en cada movilización, sin ir más lejos la manifestación del 18 de octubre terminó con un muerto y más de medio millar de detenidos.
Es muy significativo que Piñera decidiera, finalmente, no comparecer públicamente ante el país (cuando ya estaba anunciado) justo en el aniversario del 18-O. Es un reflejo claro de que la burguesía no quiere tensar la cuerda más de lo necesario, y sabe que la represión en un momento determinado puede espolear más la lucha en lugar de frenarla.
No se le puede exigir un esfuerzo mayor a las masas chilenas. A lo largo de todo un año, se han entregado por completo a la tarea de acabar con este régimen criminal manifestando una clara voluntad de transformar la sociedad.
No queremos Gobiernos burgueses al servicio de la oligarquía industrial y financiera, aunque se envuelvan demagógicamente con el reclamo de la Constituyente. Necesitamos un Gobierno de los trabajadores que defienda y ponga en práctica un programa socialista, que nacionalice la banca, los monopolios y la tierra, sin indemnización y bajo el control democrático de los trabajadores y sus organizaciones; que traiga educación y sanidad públicas, dignas, gratuitas y universales; salarios dignos y empleo estable; derecho a una vivienda pública asequible; jubilaciones dignas cien por cien públicas; libertad para todos los presos políticos y depuración inmediata de fascistas del ejército, la policía y la judicatura; que junto al movimiento imponga el juicio y castigo a los responsables de la represión y los crímenes de la dictadura, otorgue todos los derechos democráticos al pueblo mapuche. Este es el programa por el que merece la pena luchar y sacrificar la vida.
La clase obrera y la juventud de Chile pasarán por la experiencia de la Asamblea Constituyente, que será un nuevo aborto capitalista, y sobre sus enseñanzas impulsará la segunda fase de esta revolución inconclusa, que no puede tener más forma y contenido que el de la revolución socialista.