El 1 de octubre comenzó el mayor levantamiento de las masas iraquíes de las últimas décadas. Las imágenes que llegaban a través de las noticias y las redes sociales eran sobrecogedoras: miles de jóvenes se enfrentaban desarmados a la munición real de la policía y el ejército. La salvaje represión de los primeros quince días dejó más de 150 muertos, más de 6.000 heridos y cientos de detenidos.
Han pasado dieciséis años desde la invasión imperialista que desalojó a Sadam Husein. El 60% de los 40 millones de iraquíes tiene menos de 30 años y el desempleo juvenil se sitúa entre un 25% y un 40%, según las fuentes. La mayoría de la población sólo ha conocido las condiciones de vida de pesadilla de la posguerra. Según cifras oficiales, “desde 2004, cerca de 450.000 millones de dólares de fondos públicos se han desvanecido en los bolsillos de políticos y empresarios”.
“El pueblo quiere la caída del régimen”
Las consignas del movimiento desnudan al régimen capitalista iraquí: contra el paro, contra la corrupción rampante, contra el estado deplorable de los servicios públicos, contra el Gobierno de un país con las quintas mayores reservas de petróleo del mundo que es incapaz de proporcionar electricidad a su población, contra el sectarismo y la injerencia de potencias extranjeras —apuntando tanto a EEUU como a Irán— y, mostrando el hartazgo generalizado hacia todo el aparato institucional, se recuperó la consigna de la primavera árabe de 2011: “el pueblo quiere la caída del régimen”.
Este terremoto social comenzó en Bagdad y se extendió rápidamente hacia el sur mayoritariamente chií, enfatizando el carácter no sectario del movimiento, algo que refleja las lecciones aprendidas de años de sectarismo promovido por el imperialismo y las diferentes potencias regionales que han utilizado el veneno de la división religiosa.
Ante el fracaso de la represión las primeras semanas, el Gobierno intentó jugar la carta de la negociación. Anunció vagas reformas en un intento que las masas desalojaran las calles. Tras una tregua tácita de dos semanas el viernes 25 de octubre volvieron a tomarse las calles, con fuerzas renovadas y con una disposición aún mayor de llegar hasta el final. La represión volvió de forma brutal: casi ochenta asesinados en tres días y miles de heridos.
El 1 de noviembre, conmemorando un mes de movilizaciones, tuvo lugar en Bagdad una de las mayores manifestaciones que ha habido desde la caída de Sadam. La posición de los revolucionarios en la plaza Tahrir en Bagdad se ha fortalecido, incluso han avanzado hacia la zona verde, el distrito blindado donde se aloja el Gobierno. En el sur la lucha también se ha endurecido: en Kerbala, 18 manifestantes fueron asesinados en una sola noche por milicianos encapuchados, sospechosos de formar parte de las milicias proiraníes; en Um Qasar, el Gobierno intenta retomar el control del principal puerto petrolero del país, que lleva días paralizado…
Al Sadr y las milicias pro-Irán
Todos los actores, nacionales e internacionales, están intentando posicionarse ante una explosión social que nadie había previsto. De estos, dos son especialmente interesantes, por el papel que hagan jugado y el que pueden desarrollar a partir de ahora.
Por un lado está el movimiento del clérigo chií Muqtada Al Sadr, con una base de masas que comenzó entre la población chií más oprimida pero que ha crecido utilizando una retórica nacionalista iraquí no sectaria. Se presentó junto al Partido Comunista a las últimas elecciones y fueron la candidatura más votada. Pero aunque haya podido ser un termómetro del ambiente entre las masas en diferentes momentos, Al Sadr está muy lejos de ser un revolucionario.
Está intentando conectar con las masas que han pasado por encima de él. Asistió a una manifestación en Nayaf pero fue rechazado. Ha conseguido que sus milicianos entren desarmados en la plaza Tahrir en Bagdad “para defender a los manifestantes”, aunque muchos mostraron su hostilidad a quien ha sido un sostén decisivo del Gobierno.
Ahora ha pedido la dimisión del primer ministro, alertando del riesgo de una guerra civil si no lo hace. No le va a resultar fácil: el movimiento no quiere solo la dimisión de Mahdi, quiere un cambio radical en sus condiciones de vida, y ese cambio comienza con “la caída del régimen”.
Por otro lado, las milicias proiraníes formaron la coalición Fatah, que es el segundo grupo parlamentario. Fatah y Al Sadr han sido los principales sostenes del actual Gobierno. Cuando Al Sadr exigió la dimisión de Mahdi, en un primer momento Fatah se unió a la exigencia, lo que dejaba sin apoyos al primer ministro. Sin embargo, Irán ha movido ficha y va a defender con firmeza el actual Gobierno, igual que ha hecho en Líbano a través de Hezbolá. Fatah está amenazando cada vez más claramente con “poner orden” si las protestas no terminan. Según diferentes medios, en los primeros días de la rebelión, el general Qasem Soleimani, responsable de la actividad de la Guardia Revolucionaria iraní en el exterior, asistió a una reunión con responsables de seguridad en Bagdad en la que dijo: “en Irán sabemos cómo tratar a los manifestantes”. Tras esa reunión, se generalizaron los disparos a la cabeza y al pecho e hicieron su aparición milicianos encapuchados.
El régimen iraní ha acusado a “agentes” respaldados por EEUU, Arabia Saudí e Israel de ser los responsables de la situación en Iraq, exactamente igual que ha hecho en Líbano. Tiene motivos para la alarma. Por un lado, un movimiento de masas está cuestionando su posición en Iraq —clave y cuidadosamente construida—. Por otro lado, esta rebelión no sectaria —que ya sacude Iraq y Líbano— podría extenderse a Irán y reavivar las movilizaciones que protagonizó la clase obrera iraní en 2017-18 contra el paro, la caída del nivel de vida y los recortes sociales generalizados, en un momento en que las sanciones de EEUU a Irán están golpeando duramente su economía, con efectos dramáticos para las masas.
Por una alternativa revolucionaria
La revolución iraquí está vinculada al ascenso de la lucha de clases en el mundo árabe. Empezando por Argelia y Sudán y continuando con la rebelión en Líbano. El capitalismo se encamina a una crisis económica que tendrá consecuencias muy profundas, más aún en zonas como Oriente Medio. Los diferentes movimientos de los trabajadores, los jóvenes, los pobres, las mujeres…, en estos países en los últimos años demuestran cómo el movimiento aprende de su experiencia, de sus derrotas, pero es necesario un paso más. Ni la burguesía de estos países ni el imperialismo tienen nada que ofrecer, excepto corrupción, miseria y guerras.
Una de las consignas más coreadas en las manifestaciones en Iraq ha sido “Ni políticos ni religiosos”, reflejando el rechazo a toda la clase dominante. Ningún partido ha podido erigirse como portavoz de las masas y hasta ahora eso ha sido un factor muy positivo. Pero desde todos los ámbitos —Gobierno, partidos oficiales, autoridades religiosas, imperialismo…— van a intentar secuestrar la revolución.
Para enfrentar esto es necesario levantar una alternativa revolucionaria, basada en la clase obrera, la juventud y los oprimidos, la única fuerza que se ha demostrado capaz de poner patas arriba el régimen capitalista iraquí.