20 años de guerra e intervención imperialista, con cerca de 250.000 muertos, se han saldado con una derrota humillante de EEUU y sus aliados internacionales. A pesar de toda la demagogia vertida durante este tiempo, ni la democracia ni la libertad eran parte del equipaje que las potencias occidentales llevaron a esta nación martirizada. Por el contrario, los billones de dólares enterrados en esta intervención han hecho de oro al complejo militar industrial y a una élite corrompida de políticos afganos que han huido con el botín, provocando un completo colapso del funcionamiento del país y el hundimiento de las condiciones de vida del pueblo.
La supuesta guerra contra el terrorismo solo ha servido para arrasar Afganistán, igual que devastó Iraq, Siria, Yemen o Libia. Este monstruo Frankenstein que es el fundamentalismo islámico, y que todos los Gobiernos de EEUU alimentaron en su lucha contra el bloque soviético desde Carter y Reagan, se ha cobrado la factura.
La caída de Kabul, después de una ofensiva relámpago de dos semanas tras el anuncio de la salida del ejército de ocupación norteamericano, ha llevado nuevamente a los talibanes al poder. Se podría pensar que se trata de una derrota coyuntural o de un episodio circunstancial. Pero no es nada de eso. La derrota humillante de las fuerzas imperialistas no solo es un revés tremendo para la administración Biden y su antecesor Donald Trump, es la constatación del carácter irreversible de la decadencia de EEUU y de la profunda modificación de fuerzas que han experimentado las relaciones internacionales en esta época de crisis orgánica del capitalismo.
El imperio norteamericano no deja de cosechar fracaso tras fracaso. Todas sus apuestas han sido fallidas. Perdió en Iraq, perdió en Siria, perdió frente a Irán, sus planes para Palestina han sido un completo fiasco. Pero en esta estrategia fracasada, que también es compartida por la burguesía europea, han dejado un saldo de destrucción y barbarie que no tiene precedentes.
El pueblo, las mujeres, la juventud y los oprimidos de Afganistán se enfrentan a una nueva vuelta de tuerca en una hecatombe que dura décadas. Nada pueden esperar de la llamada comunidad internacional. Esta banda de criminales que se amparan en la legalidad de la ONU y de las instituciones capitalistas son los principales responsables de este sufrimiento.
La barbarie militarista de Occidente ha sembrado conscientemente la pesadilla talibán. Solamente la clase obrera internacional y la juventud combativa pueden ofrecer la solidaridad que el pueblo afgano necesita ahora, y eso requiere levantar un movimiento de protesta antimperialista, con un programa de clase y socialista.
Desintegración de un Gobierno títere
El domingo 15 agosto el presidente afgano, Ashraf Ghani, abandonaba el país antes de que pudiera ser capturado por los talibanes que ya eran dueños de Kabul. La huida de este cipayo multimillonario refleja a la perfección el carácter del Gobierno que presidía. Pero es evidente que su instinto de supervivencia se había agudizado en los últimos días. Ghani no se creyó los informes de la CIA que hablaban de tres meses antes de que los talibanes tomaran la capital afgana, y prefirió evitar la situación que en estos momentos viven miles de funcionarios de su régimen y cientos de empleados y asesores de las embajadas occidentales que esperan a ser evacuados en medio del caos.
Este escenario dantesco, que los medios de comunicación están describiendo en tiempo real, se produce un mes después de que Joe Biden afirmara: “Los talibanes no son el ejército de Vietnam del Norte. Bajo ninguna circunstancia se verá a gente subida al tejado de la embajada de EEUU en Afganistán” (discurso pronunciado el 8 de julio). Pero las imágenes que llegan de Kabul son precisamente lo que el imperialismo quería evitar: gente en el tejado de la embajada evacuada en helicópteros, como ocurrió en Saigón en 1975, mientras las columnas de humo de los documentos quemados a toda prisa se elevan al cielo.
El aeropuerto de Kabul, la última salida posible del país, es una metáfora de lo que puede ofrecer hoy el imperialismo. Los vuelos civiles han sido suspendidos y solo se permiten vuelos militares estadounidenses hasta que completen sus planes de evacuación. Después les toca el turno a los europeos. Mientras, cientos de afganos se concentran en las pistas y ya hay al menos cinco muertos por disparos de marines estadounidenses y otros más de personas desesperadas que se agarran como pueden al fuselaje de los aviones militares y caen al vacío estrellándose contra el suelo.
Los talibanes han tomado todas las capitales provinciales del país sin apenas resistencia en poco más de dos semanas. ¿Cómo ha sido posible esto? La Administración Biden no ha dejado de alabar las capacidades del ejército afgano, sus 300.000 miembros, su armamento y adiestramiento... Pero este colapso ha revelado que la propaganda imperialista, como en tantas ocasiones, no era más que mentira y ficción.
Tras la victoria estadounidense sobre los talibanes en 2001, el imperialismo recuperó a los antiguos señores de la guerra a los que había respaldado para combatir a los soviéticos en la década de los ochenta y que después se enfrentaron entre sí entre 1989 y 1996. En estos veinte años, las sucesivas administraciones norteamericanas han destinado a la guerra de Afganistán más de dos billones de dólares. La mayor parte cubría el coste de sus tropas y por supuesto los multimillonarios contratos con empresas de mercenarios y con las multinacionales de la industria militar. Pero el capítulo destinado a la formación de las “fuerzas de seguridad” afganas engulló cerca de 100.000 millones de dólares.
De esos, miles de millones han ido directamente a los bolsillos de estos señores de la guerra, mientras ni uno solo de los problemas de las masas afganas se han resuelto. Ahora que ha caído el Gobierno, en todos los medios de comunicación se habla de los “batallones fantasma”, de inexistentes unidades del ejército por las que los mandos sí recibían sus salarios, o de la carencia de todo tipo de suministros para los soldados.
Esto es lo que está detrás del colapso del ejército afgano, los soldados no estaban dispuestos a dar la vida por un puñado de mafiosos. Del mismo modo que la población, que no simpatiza con los talibanes, no ha movido un dedo por defender al Gobierno títere de Ghani. Esto ha sido especialmente evidente en el caso de Kabul. Después de semanas especulando sobre la cruenta batalla que se avecinaba, la capital cayó sin disparar un solo tiro.
Esta derrota no solo ha revelado la podredumbre del régimen afgano, es ante todo un jalón decisivo en la prolongada decadencia del régimen capitalista estadounidense, sacudido por una crisis doméstica social y política sin precedentes, y que no deja de cosechar revés tras revés en su política internacional desde América Latina a Oriente Medio.
La prueba de lo que afirmamos es el propio discurso que Joe Biden pronunció desde la Casa Blanca el lunes 16, intentando dar una explicación a su patética retirada: "Las fuerzas estadounidenses no pueden y no deben luchar y morir en una guerra que no es suya. Las tropas de EEUU no iban a librar una guerra que las propias fuerzas afganas no estaban dispuestas a luchar. No voy a repetir los errores del pasado. El error de quedarnos indefinidamente. En un conflicto que no es parte de los intereses nacionales de los EEUU. No podemos seguir repitiendo esos errores porque tenemos intereses significativos en el mundo que no podemos permitirnos ignorar. Una vez más, pregunto a los que dicen que tenemos que quedarnos: ¿cuántas generaciones más de estadounidenses deben luchar en la guerra afgana? ¿Cuántas vidas más hay que desperdiciar allí?”.
Palabras que retratan fielmente la catadura moral de la clase dominante americana. ¿Pero acaso no fue la administración de EEUU la que inició la guerra en 2001? ¿No han sido Gobiernos republicanos y demócratas los que han dedicado recursos colosales a esta intervención cuando pensaban que podían hacer lo que les viniera en gana tras el colapso del estalinismo en la URSS?
Es difícil recurrir a un método más vergonzoso para descargarse de responsabilidad, falsificar la historia y culpar al pueblo afgano de los crímenes imperialistas. Este es Joe Biden, un mezquino servidor de Wall Street, presentado como un modelo por la socialdemocracia internacional y sus compañeros de viaje de la nueva izquierda reformista.
El papel de China
El nuevo escenario que se abre marca un punto de inflexión. Es la coronación de un proceso que lleva incubándose la última década y que ha permitido a China erigirse en una potencia económica, tecnológica y militar que planta cara sin complejos al viejo imperio. La guerra en Afganistán y su resultado son parte de este nuevo escenario y abren al Gobierno capitalista de Beijing grandes oportunidades para avanzar en un territorio clave para sus aspiraciones hegemónicas, al tiempo que presenta desafíos llenos de incertidumbre.
No es ningún secreto que los dirigentes chinos han alentado a las fuerzas talibanes, proporcionando cobertura política a sus máximos líderes, recibidos con todos los honores en la capital china, contribuyendo con apoyo militar a través de Irán, y garantizando reconocimiento exterior e inversiones a cambio de que el futuro Gobierno integrista mantenga una razonable estabilidad interna y no desate una guerra civil.
Por supuesto, lo que puede pasar no se decide solo en China, pero lo que sí ha dejado claro el régimen de Xi Jing Ping es que su política exterior, que al fin y al cabo es una prolongación de la interior, no tiene nada de comunista ni de proletaria. Respaldar a los talibanes está en las antípodas del marxismo leninismo. Es realpolitik imperialista, pura y dura.
El interés de China en Afganistán tiene dos ejes: asegurar sus intereses en un país con una posición geoestratégica clave y explotar lo más posible la imagen de decadencia e incapacidad que está dejando el imperialismo estadounidense. Hasta ahora, a pesar de inversiones nada desdeñable en las infraestructuras viarias y en el sector minero (tierras raras), el Gobierno afgano se había negado a participar en el proyecto estratégico de transportes y comunicaciones auspiciado por China (la conocida como La nueva ruta de la seda). La derrota del imperialismo americano y la desintegración de su Estado títere pueden cambiar el panorama radicalmente.
Pero la situación que se ha abierto en Afganistán no será un camino de rosas para Beijing. La intervención militar del imperialismo estadounidense hacía a Washington responsable en la zona. A partir de ahora, la estabilidad que busca China la va a tener que garantizar por sus propios medios y por los que aporten sus socios (Rusia, Pakistán e Irán), que no siempre coinciden en sus intereses y objetivos.
Los dirigentes chinos han declarado abiertamente que su preferencia tras la salida americana sería un Gobierno de coalición con participación de los talibanes. Pero el colapso tan demoledor del Gobierno afgano abre un camino algo diferente, con los talibanes concentrando todo el poder a una escala que no tuvieron en el pasado. Por un lado, la perspectiva de una nueva e inminente guerra civil podría quedar aparcada, algo que de todas formas está por ver teniendo en cuenta los intereses imperialistas en juego, pero por otro, los talibanes no tienen nada que ofrecer a una población que los conoce y no los quiere.
La cuestión central para China será hasta qué punto su “diplomacia económica” y la colaboración con Pakistán, principal patrocinador de los talibanes hasta ahora, puedan proporcionar esa ansiada estabilidad teniendo en cuenta que EEUU y la UE no se van a quedar de brazos cruzados a medio plazo. La experiencia histórica demuestra de manera cruel que la política de tierra quemada no deja de ser una opción.
Solo el pueblo salva al pueblo
El imperialismo estadounidense ha salido derrotado de Afganistán. Esto es cierto, pero quien levanta la cabeza es la reacción más oscura y fundamentalista. No se puede olvidar que los talibanes fueron fruto de una operación puesta en marcha por el imperialismo norteamericano, Pakistán y Arabia Saudí en la lucha contra los soviéticos y para atajar el caos en que se había convertido Afganistán por la guerra encarnizada entre los diferentes señores de la guerra tras la retirada de Moscú.
Los talibanes solo pueden ofrecer al pueblo afgano lo que este ya vivió entre 1996 y 2001: opresión despiadada, esclavitud para las mujeres y una política de acuerdos con el imperialismo para beneficio de una élite privilegiada. Lo hemos visto en las últimas décadas: el fundamentalismo islámico juega el mismo papel que las bandas fascistas, desarticula los movimientos revolucionarios y permite que el capitalismo siga funcionando.
Los imperialistas y el integrismo son dos caras de una misma moneda: se alimentan y necesitan en esta era de crisis global, recesión, pandemia y descomposición capitalista.
Los que han hecho posible el escenario de horror en Afganistán son los mismos que lo hicieron antes en Iraq, en Siria, en Libia o en Yemen. Sí, por un lado son los talibanes, el Estado Islámico, todo tipo de bandas reaccionarias yihadistas…, pero detrás están sus patrocinadores, las monarquías reaccionarias del Golfo, los mulás en Irán, el imperialismo que crea las condiciones para que existan, cuando no los organiza y fortalece directamente.
Es posible que ahora veamos a los talibanes llegar a acuerdos con China. Pero en la actual China capitalista, que pugna por sobrepasar a EEUU como principal potencia imperialista mundial, tampoco hallarán las masas afganas, ni de ningún país, la solución a sus problemas.
El imperialismo se ha cubierto de crímenes hacia los pueblos de Oriente Medio, Asia, África o América Latina. Ahora contemplan impasibles la nueva tragedia del pueblo afgano, y no van a perder tiempo para esparcir su veneno racista y xenófobo. El presidente de Francia ha abierto la veda. Macron, ese representante de la oligarquía financiera, portavoz de la más despreciable moralidad burguesa, ya se ha adelantado y promete... ¡proteger a Occidente de los refugiados afganos!: "Debemos anticiparnos y protegernos de importantes flujos migratorios irregulares".
Solo hay un camino para resolver el caos al que arroja el capitalismo a un país tras otro: la revolución socialista, la toma del poder por parte de la clase obrera al frente de las masas oprimidas, con un programa para derrocar a la oligarquía y al imperialismo, que expropie las palancas fundamentales de la economía y las ponga bajo el control democrático de la población.
De esta manera sí se podría comenzar a enfrentar la catástrofe que vive una parte decisiva de la humanidad, poner fin a la devastación y a las guerras imperialistas, a la crisis permanente de millones de refugiados privados de todo, a la infancia excluida y a la que se arrebata cualquier posibilidad de futuro, y crear las bases para un auténtico renacimiento de la sociedad. No hay opción, no hay salida bajo el orden capitalista. ¡Socialismo o barbarie!