“La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo despiadado, y el alma para los que están vacíos. Es el opio de los pueblos”

Karl Marx

Después de una agonía de días y una decadencia física de meses, Juan Pablo II, el Papa más anticomunista y reaccionario que ha pisado la curia vaticana desde los tiempos de Pio XI, ha muerto. Tras 28 años de pontificado caracterizado por una involución de todos los aspectos de la vida eclesial, la figura de Juan Pablo II está siendo cubierta con la púrpura del elogio y la adulación más empalagosa. Una campaña en la que los medios de comunicación rivalizan por fabricar una biografía desmedida de un hombre al que sólo los más poderosos del planeta pueden guardar gratitud. Los oprimidos, los explotados y los marginados del mundo entero sólo han cosechado el despecho y los consejos farisaicos del mandatario del Vaticano: “Os salvaré del pecado, pero no de la injusticia” ha sido su máxima pontifical.

Son días de acentuada propaganda religiosa. Toda la maquinaria de poder de la Iglesia Católica está funcionando a plena potencia, vertiendo una avalancha de manipulación, distorsión y envilecimiento de la verdad que da testimonio del importante papel que juega en el engranaje del sistema capitalista.

Hace 150 años Marx explicó que la dominación de la clase capitalista no se sustenta tan sólo en el aparato represivo del Estado. Eso se reserva en especial para los momentos de enfrentamiento abierto contra los trabajadores. Entre tanto, la burguesía, como las clases dominantes que la precedieron, despliegan todo un arsenal de coacción y sometimiento sobre las clases oprimidas en el que los prejuicios, la ignorancia y los mitos religiosos siempre han jugado un papel destacado. La Iglesia católica nunca ha defraudado en ese sentido.

Financiada por los capitalistas, ha nutrido de fundamento ideológico y justificación teológica a la explotación del hombre por el hombre. Siempre dispuesta a respaldar activamente a la burguesía en cualquier rincón del mundo contra los que han osado rebelarse, la Iglesia Católica ha constituido la espada espiritual del capital.

Juan Pablo II ha sido un digno defensor de esta tradición. Su ascenso a la máxima dignidad pontificia fue una estrategia planificada y dirigida militarmente por el Opus Dei. Desde su arzobispado en Cracovia, Karol Wojtyla fue arropado por la Obra y cortejado como conferenciante en muchos de los seminarios de su Centro Romano. Corrían los primeros años de la década de los setenta y el futuro Papa daba forma a su perfil ideológico: la Iglesia debía fundirse con el Estado, actuando en todas las esferas de la vida civil, siempre desde una óptica ultra conservadora; en materia teológica, abandono de la apertura del Concilio Vaticano II y vuelta al tradicionalismo; máxima jerarquización y autoritarismo en la vida interna de la Iglesia; rechazo de los derechos democráticos de la mujer (divorcio, aborto); y por encima de todo, una visceral actitud anticomunista que le acompañaría hasta la tumba.

Karol Wojtyla, una vez elegido Papa gracias a las buenas artes del entonces arzobispo de Munich, Cardenal Ratzinger, tardó muy poco en devolver el favor: el Opus Dei conquistó la cúpula eclesial colocando a destacados peones al frente del gobierno del Vaticano. Todo ello cristalizó en la canonización de Monseñor Escrivá de Balaguer y la elevación del Opus a la categoría de Prelatura personal, convirtiendo de esta manera a la Obra en el auténtico comité ejecutivo que ha gobernado la Iglesia con mano firme, aunque no electa, en estos últimos 28 años.

¿El enterrador del “comunismo”?

Si algo esta destacando en estos días de exaltación papal, ha sido la insistencia de la totalidad de los medios de comunicación, comentaristas y periodistas, en asignar a Juan Pablo II el papel de enterrador del “comunismo”. Así parece que se escribe la historia, mintiendo sobre el pasado de la forma más descarada con el objetivo de que la población no entienda nunca las tareas del presente y del futuro.

La crisis y el colapso de la URSS y de los demás estados obreros deformados, que no del comunismo, fue el producto de la incapacidad de la burocracia estalinista para hacer avanzar la sociedad en líneas progresistas. La decadencia económica que se arrastraba desde finales de los años sesenta sufrió un agravamiento decisivo a mediados de los ochenta, con una caída general de las condiciones de vida de la población. La asfixia autoritaria de la burocracia no impidió que en muchos de estos países, las masas se rebelaran espontáneamente demandando mejoras sociales y derechos democráticos. Incluso en Polonia, el movimiento de los trabajadores de los astilleros de Gdansk y de otras localidades obreras no tenía en sus inicios el carácter pro capitalista que posteriormente le han asignado. Pero la naturaleza aborrece el vacío, y ante la ausencia de una dirección revolucionaria que orientase aquella rebelión en el objetivo de reestablecer las auténticas condiciones de la democracia obrera, toda una capa de arribistas y oportunistas, muchos de ellos salidos de los seminarios y con financiación imperialista pudieron auparse a la dirección del movimiento. Hay que decir, en honor a la verdad, que en el proceso de restauración del capitalismo muchos cuadros dirigentes de los mal llamados “Partidos Comunistas” echaron una mano inestimable. De hecho, la nueva burguesía de los países del antiguo bloque del Este está muy nutrida por este tipo de individuos, que de forma confortable han transitado desde las filas de los PCs a los elegantes despachos de las empresas multinacionales.

Juan Pablo II participó activamente en este proceso, amparado en todo el apoyo material y mediático que Ronald Reagan y Margaret Thatcher le pudieron proporcionar. Gracias a ello fortaleció la propaganda anticomunista de la Iglesia y el poder terrenal de la misma en todo el este de Europa, actuando como un altavoz muy útil en toda la ofensiva furiosa que la burguesía mundial desató contra las ideas del socialismo y del marxismo.

Contra la Teología de la Liberación, contra los pobres del mundo

En su actividad política e ideológica, siempre en el bando de los poderosos y los imperialistas, Juan Pablo II combatió encarnizadamente a aquellos sectores de la Iglesia que reivindicaban una acción enérgica contra la injusticia social y la explotación de clase. Los sectores más avanzados de la Iglesia, agrupados en la Teología de la Liberación, fueron blanco del castigo papal y de la furia inquisitorial del Cardenal Ratzinger, hijo de un policía y encumbrado a la máxima prefectura de la Congregación de la Fe, heredera del Santo Oficio y el Tribunal de la Santa Inquisición.

Centenares de sacerdotes que vivían cotidianamente la penuria de millones de desheredados fueron condenados al silencio y empujados fuera de la Iglesia, como en el caso del franciscano brasileño Leonardo Boff.

Por aquel tiempo Carol Wojtyla actuó como un auténtico mamporrero de los intereses del imperialismo norteamericano en América Latina. No tenía empacho en visitar y dar de comulgar a dictadores genocidas como Pinochet, al tiempo que en Nicaragua condenaba la revolución sandinista por atea, reprendía al ministro de cultura Ernesto Cardenal o censuraba las pastorales del obispo Salvadoreño Monseñor Romero. Toda la oligarquía latinoamericana, manchada con la sangre de generaciones de oprimidos, llora la muerte de Juan Pablo II. Las razones son obvias.

Un Papa al servicio de la clase dominante

Si en algo también ha destacado el pontificado de Juan Pablo II ha sido en la fabricación de santos: nada menos que 474 hasta finales de 2003. Si Juana de Arco tuvo que esperar seiscientos años para su santidad, la Madre Teresa tan sólo esperó seis.

En la ampliación del santoral y del martirologio católico, Juan pablo II no era inocente: se movía por firmes convicciones morales e ideológicas. Wojtyla elevó a los altares como mártires a 705 muertos del bando fascista de nuestra guerra civil, algo a lo que no se atrevieron ni Pío XII, ni Juan XXIII, ni Pablo VI. No es de extrañar que el Papa viajero se encontrara tan a gusto con la jerarquía católica española: ni él ni su nuncio en España alzaron la voz cuando la Conferencia Episcopal, reunida casualmente el 23-F de 1981, en lugar de condenar el intento de golpe de Estado del coronel Tejero recomendó a los españoles el piadoso ejercicio del rezo.

Nada que sorprenda en un hombre que durante la ocupación nazi de Polonia se dedicó a ejercer de actor, muy lejos de las filas de la resistencia o del martirio de millones de judíos y que siempre ha gustado de los focos del prestigio social y la compañía de los jerarcas. Al fin y al cabo, dirigió la Iglesia como una monarquía absoluta en la que él mismo ocupaba el vértice del poder.

Durante estos días hemos asistido a un espectáculo sin parangón. Todas las televisiones del mundo, toda la prensa escrita —incluida la “seria”—, han abrumando al personal con horas y horas de propaganda papal. Ya se alzan voces exigiendo la santidad de Juan Pablo II. Sin embargo algo falla en este montaje: las masas no llenan las calles, si exceptuamos la Plaza de San Pedro en Roma. Las imágenes de las vigilias han sido más bien pobres, poco nutridas, un tanto deslucidas. Y todo, a pesar de que ha existido un auténtico frente único entre la derecha y la izquierda reformista de todo el mundo azuzando esta campaña.

En nuestro país, la televisión pública ha sido la campeona absoluta en horas dedicadas a glosar el acontecimiento. ¿De esta manera defienden el laicismo y la aconfesionalidad del Estado los dirigentes socialistas? No exigimos campañas a favor del ateismo militante desde la pantalla, pero esta postración ante la Iglesia católica muestra la total incoherencia del gobierno, muy interesado en reestablecer los puentes con la nunciatura vaticana.

En cuanto al PP la gratitud está justificada: se ha muerto su Papa. Todos los opusdeistas, todos los Legionarios de Cristo, toda la reacción carpetovetónica, todo el atraso, toda la infamia de este país rinde homenaje a un valedor de oro. “En una habitación de la Plaza de san Pedro está sufriendo uno de los grandes hombres de la historia de la humanidad”, afirmaba Ángel Acebes el día antes de la muerte del Papa.

Nosotros, los trabajadores con conciencia de clase, que aspiramos al paraíso en la tierra, que sufrimos la explotación y el escarnio de este sistema inhumano, contemplamos la muerte del Papa con otro prisma muy diferente al de nuestros explotadores. No podía ser de otra manera.


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