Síntomas para un estallido revolucionario

Los marxistas somos muchas veces acusados de un exceso de optimismo que supuestamente desemboca en “análisis desequilibrados” sobre el estado de ánimo de las masas. Los escépticos, los quemados, los ex, siempre aluden a la “pasividad” de las grandes masas para justificar las derrotas. Sin embargo, no se puede aplicar la mera aritmética para medir el ambiente que hay bajo la superficie de la sociedad. Es necesario saber cuándo determinados conflictos, a pesar de representar un número reducido y no generalizarse instantáneamente al conjunto del movimiento, están anticipando la tónica general de la lucha de clases en el próximo periodo.
Un año antes del inicio de la revolución, en 1967, hubo un puñado de luchas muy radicalizadas que, desafiando las directrices sindicales, anunciaban la tormenta que estaba a punto de desatarse. Tal fue el caso de la huelga salvaje de Rodhiaceta, y también de Mans, donde los trabajadores llegaron a asaltar la prefectura de policía, o de Redon, donde los huelguistas cortaron las vías férreas mientras la patronal y los sindicatos negociaban una subida salarial. Por eso, en la actualidad, los marxistas subrayamos la importancia de movimientos como la Marea Blanca madrileña y la Plataforma de Afectados por las Hipotecas. Su desbordamiento de los límites impuestos por las direcciones de UGT y CCOO, su determinación y constancia, sus asambleas masivas, el protagonismo de su base, su fusión con la clase obrera, nos advierte del alto grado de radicalización existente en las entrañas de la sociedad.

De la huelga a la revolución social

A finales de la década de los 60, los partidos y sindicatos mayoritarios de la izquierda francesa asfixiaban la movilización, obligando al movimiento obrero y juvenil a buscar cauces alternativos para expresarse. Esa es la explicación de por qué la ocupación de fábricas por parte de diez millones de obreros encontró su punto de ignición en la represión de una pequeña manifestación, en solidaridad con el pueblo vietnamita, de un millar de estudiantes de la universidad de Nanterre, celebrada el 20 de marzo de 1968. La juventud, más libre de los corsés impuestos por las organizaciones tradicionales, abrió la brecha para que el movimiento obrero liberara toda la frustración acumulada.
La ocupación de facultades y la detención de varios estudiantes, desató una escalada represiva por parte del gobierno de derechas que alimentó una espiral acción-reacción. Primero contagió al movimiento estudiantil de todo el país, con la ocupación de la Sorbona y la totalidad de las universidades, manifestaciones masivas en París y en cientos de localidades; para pasar, en pocos días, al conjunto de los trabajadores. El 19 de mayo había dos millones de obreros en huelga; el 20, cinco millones; el 21 eran ya ocho y el 28 de mayo eran diez los millones de asalariados en huelga. Las fábricas fueron ocupadas, con las factorías de Renault en primera línea de vanguardia. Los trabajadores de los medios de comunicación, del transporte, de numerosos sectores, incluso los actores se sumaron también a la lucha. Las organizaciones que se proclamaban de la izquierda revolucionaria crecieron de forma explosiva, muchas de ellas alimentándose del rechazo de las posiciones estalinistas sostenidas por el Partido Comunista Francés (PCF) durante décadas.
El movimiento huelguístico pronto se transformó en un levantamiento político que cuestionaba abiertamente el poder burgués. En Nantes, al igual que en otras ciudades, se creó un comité de huelga que dirigía todos los aspectos de la vida social, asemejándose cada vez más a un embrión de sóviet. Las capas medias simpatizaban también, como demostró la manifestación antigubernamental de 200.000 pequeños productores agrícolas en París. La lucha afectó de lleno al aparato del Estado, el sindicato de la policía se dirigió al Gobierno en los siguiente términos: “los oficiales de policía apreciamos las razones que inspiran a los huelguistas en demanda de aumentos salariales, y deploramos el hecho que nosotros no podamos participar, debido a la ley (…) Las autoridades públicas no deberían utilizar sistemáticamente a la policía contra las actuales luchas obreras”.
Las instituciones burguesas habían perdido el control. Mitterrand, dirigente socialista, declaraba: “no hay Estado”. Las condiciones para derrocar el capitalismo estaban maduras y el apoyo del resto de la clase obrera europea garantizado. Pero la oportunidad se desperdició. El ascenso revolucionario se enfrentaba a un gigantesco obstáculo: la determinación de los dirigentes socialdemócratas y estalinistas en preservar el capitalismo.

El papel del estalinismo

Una especial responsabilidad recayó sobre el PCF, sin duda el partido decisivo y mayoritario entre la clase obrera. Sus dirigentes mostraron desde el primer momento su hostilidad hacia el movimiento juvenil. Los días 4 y 5 de mayo, la Federación del PC de París repartía una octavilla que bajo el título ‘Estudiantes: izquierdistas y fascistas hacen el juego al poder’ afirmaba: “Hoy se ve claramente adónde llevan los actos de los grupos izquierdistas… que tomando como pretexto los errores gubernamentales y especulando con el descontento de los estudiantes, intentan bloquear el funcionamiento de las facultades e impedir a la masa de alumnos que trabajen y se examinen normalmente. Así, estos falsos revolucionarios actúan objetivamente como aliados del poder gaullista y de su política… Crean un terreno propicio a las intervenciones policíacas…”.1 Georges Marchais, futuro secretario general del PCF, escribía en las páginas de L’Humanité: “Las tesis y la actividad de ‘estos revolucionarios’ hacen reír”.2 Si bien un sector de los dirigentes estudiantiles practicaba una actitud sectaria ante las grandes organizaciones obreras, no era ese el motivo de los ataques del PCF. La abrumadora campaña de descrédito contra la lucha juvenil lanzada por los líderes estalinistas estaba determinada por el objetivo de contener al movimiento obrero y desactivar la amenaza revolucionaria, desautorizando a quienes habían prendido la mecha.
Ante el ascenso incontenible de la actividad de las masas, la burguesía se mostró favorable a negociar antes de perderlo todo. Con los llamados ‘acuerdos de Grenelle’ firmados por los sindicatos y especialmente por la CGT, el sindicato mayoritario ligado al PCF, se logró un aumento salarial del 7%, la reducción de la jornada laboral, la flexibilización de la edad de jubilación, y muchas otras mejoras. Al igual que en la crisis revolucionaria francesa de junio de 1936, con estas concesiones se pretendía devolver la normalidad a los centros de trabajo. Pero, a pesar del esfuerzo de los dirigentes sindicales y de que los líderes estalinistas pusieron toda su autoridad en juego, la oferta de ‘paz’ fue rechazada de forma masiva.
Incansables en su actividad desmovilizadora, los jefes estalinistas recurrieron a la táctica de dividir al movimiento, estableciendo negociaciones sectoriales. Finalmente, y ante la falta de una alternativa clara para que la movilización diera un paso adelante, algunos sectores empezaron a descolgarse, iniciándose una caída generalizada de la lucha huelguística. Ello se combinó a su vez con maniobras de la clase dominante: el gobierno De Gaulle dimitió y se convocaron elecciones. Si De Gaulle eligió como eslogan electoral “El caos o yo”, los dirigentes comunistas se decidieron por otro no menos significativo “Contra la anarquía: por la paz y el orden, votad comunista”. Si la tarea era restaurar el orden burgués, los más capacitados para hacerlo eran los representantes políticos de la burguesía. La derecha ganó las elecciones, mientras que el PCF sufrió un fuerte varapalo, especialmente en el cinturón rojo de las ciudades.
La derrota no marcó un punto y final, sino un punto y seguido. Los trabajadores franceses no han perdido su combatividad. Su ‘no’ a la Constitución Europea, la huelga indefinida de las refinerías de petróleo, la rebelión de los liceos, son tan sólo algunas de las luchas protagonizadas en la última década. Tras desalojar del gobierno al derechista Sarkozy, se confirma la decepción por las falsas promesas de Hollande. Nuevamente, la frustración y la tensión crecen bajo la superficie. No dudamos que tarde o temprano se expresará en toda su plenitud volviendo a cuestionar quién debe mandar en la sociedad.

1. José Mª Vidal Villa, Mayo’68, Edit. Bruguera SA, Barcelona 1978, p. 178.
2. Ibid, p. 172.


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