México ruge por sus cuatro costados. Hay que remontarse a las jornadas heroicas de la revolución mexicana, sobre todo al cerco de los ejércitos campesinos comandados por Emiliano Zapata y Pancho Villa sobre el Distrito Federal en diciembre de1914, pa

“Todos los socialistas, al explicar el carácter de clase de la civilización burguesa, la democracia burguesa y el parlamentarismo burgués, expresaban la idea que habían formulado con la mayor exactitud científica Marx y Engels al decir que la república burguesa más democrática no es sino una máquina para la opresión de la clase obrera por la burguesía, para la opresión de las masas trabajadoras por un puñado de capitalistas.”

V.I. Lenin, Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado,

I Congreso de la Internacional Comunista, marzo de 1919.

México ruge por sus cuatro costados. Hay que remontarse a las jornadas heroicas de la revolución mexicana, sobre todo al cerco de los ejércitos campesinos comandados por Emiliano Zapata y Pancho Villa sobre el Distrito Federal en diciembre de1914, para encontrar una crisis social y política de características semejantes. La memoria de la revolución mexicana, de la guerra campesina que incendio el país amenazando el poder de las clases poseedoras tanto del campo y de la ciudad ha vuelto a reencontrarse en este formidable movimiento de masas contra el fraude electoral.

Los acontecimientos que sacuden México marcarán un punto de inflexión en la historia del país. No se trata de una simple crisis constitucional o de un desafío a la legitimidad de unos resultados electorales chuscos, amañados con alevosía y nocturnidad. La crisis política de México es, a su vez, una viva representación de la crisis del capitalismo en el conjunto de América latina y, sin duda, en el propio corazón de la potencia imperialista más poderosa de la historia: los EEUU.

Visto en perspectiva, el tablero político del conjunto de América nunca había presentado un aspecto tan vibrante. Después de derrotas severas del movimiento obrero y campesino y de una contrarrevolución burguesa que utilizó la maquinaria exterminadora de las dictaduras militares para asesinar a toda una generación de luchadores; después de años de privatizaciones masivas y destrucción de cientos de miles de empleos; después de una vergonzosa capitulación ideológica de las direcciones reformistas y estalinistas del movimiento obrero ante la nueva ofensiva del capital; después de que una gran cantidad de desertores intelectuales de las filas revolucionarias escribieran nuevamente el epitafio de la revolución y de la lucha de clases... Todos los aparentes triunfos del capitalismo y del imperialismo se han transformado en su contrario. Las masas oprimidas del Continente han dado un puñetazo en la mesa, reafirmando su papel protagonista en la historia y su aspiración a un nuevo poder socialista.

Este poderoso movimiento del proletariado y del campesinado pobre ha demostrado que no hay salida posible a los problemas de las masas en el marco del capitalismo latinoamericano. La falsa idea de poder alcanzar la soberanía nacional respetando los límites de la economía de mercado y, por tanto, sancionando el poder de los imperialistas y las oligarquías nacionales ha quedado desautorizada una vez más. Los procesos revolucionarios en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina y, ahora, la crisis revolucionaria en México ponen de manifiesto la necesidad urgente de levantar una alternativa socialista e internacionalista para el continente. La revolución proletaria y socialista es el único camino para resolver la crisis del capitalismo latinoamericano. No existe término medio, no existe otra salida posible para las masas desheredadas.

Un capitalismo débil y atrasado

El pueblo mexicano tiene grandes tradiciones revolucionarias que fueron forjadas en la lucha contra la dominación española y, especialmente, en la gran revolución de 1910-1920. La conformación del México contemporáneo fue el fruto de la guerra campesina más importante de toda la historia de América Latina, que determinó a su vez la conciencia política de generaciones de revolucionarios. Conocer este inmenso legado es imprescindible para entender el movimiento actual de las masas mexicanas, el último capítulo escrito, hasta el momento, de la revolución latinoamericana.

México se sacudió la opresión colonial del reino español a través de una prolongada guerra encabezada por la figura de José María Morelos, representante del ala jacobina de los revolucionarios anticoloniales. Sin embargo, como ocurriera en otras revoluciones de la época en el continente latinoamericano, no sería el ala más avanzada de las fuerzas insurgentes la que se hiciera con el poder. Fueron las secciones más conservadoras de la burguesía fundidas por intereses comunes con las viejas clases propietarias de la tierra, especialmente con la Iglesia católica, las que desplazaron a los elementos radicales.

La clase dominante en el México poscolonial no tenía el menor interés de acabar con unas relaciones de propiedad de la tierra semifeudales ni de invertir un modelo de desarrollo capitalista basado en la dependencia del capital extranjero. Estas mismas fuerzas pronto optaron por un nuevo vasallaje hacia la potencia capitalista más cercana y briosa: los EEUU.

México sufrió tempranamente la ofensiva del imperialismo norteamericano ante la complacencia de la oligarquía mexicana. En 1847 el ejército norteamericano invadió el territorio nacional de México anexionándose dos millones de kilómetros cuadrados, aproximadamente la mitad del país. Esta parte amputada a México, que constituyen los estados de Texas, Nevada, Utah, Colorado, Nuevo México, Arizona y California, representan una porción esencial del mapa actual de los EEUU, de su economía y su potencial demográfico. Desde entonces, los imperialistas norteamericanos no han dejado de considerar a México parte fundamental de sus intereses estratégicos o, en otras palabras, su patio trasero más preciado.

En aquel periodo, todos los intentos de los sectores “reformistas” e ilustrados de la burguesía y la pequeña burguesía mexicana por dar una base material moderna al desarrollo capitalista y asegurar de esta forma una independencia real del país, fracasaron desdichadamente.

La acción política de otro jacobino de la época, Benito Juárez, por acabar con el inmenso poder de la Iglesia católica y su vasta propiedad territorial a través de la ley de desamortización de 1857, provocó una amplia sublevación de los grandes poderes económicos del país. La llamada guerra de la Reforma, que enfrento al clero y los grandes latifundistas contra el sector ilustrado de la pequeña burguesía mexicana se prolongó hasta 1867.

Las fuerzas conservadoras se opusieron con tenacidad a cualquier transformación política que pudiese trastocar el estatus en el que anclaban sus privilegios. Estos sectores privilegiados de la sociedad mexicana, los antecedentes históricos de los actuales dirigentes integristas católicos que lideran el PAN, no tuvieron ningún escrúpulo en aliarse con las tropas invasoras francesas para combatir a los liberales mexicanos. Finalmente, la aventura imperialista de Napoleón III terminó con la derrota humillante de los ejércitos franceses y el fusilamiento en junio de 1867 de Maximiliano de Habsburgo, el autoproclamado Emperador de México.

En toda la lucha desatada contra la oligarquía heredera de la Colonia así como contra el invasor francés, la fracción jacobina de la pequeña burguesía tuvo que apoyarse constantemente en las masas del campo. La masa campesina fue utilizada como carne de cañón en la batalla pero nunca vio resultados tangibles por sus sacrificios. Como ocurriera también con las medidas de desamortización dictadas por los gobiernos liberales españoles, las leyes de reforma agraria mexicanas no modificaron las relaciones de propiedad capitalista surgidas en un contexto de atraso y dependencia, ni supusieron tampoco una expropiación general de los grandes propietarios. Por esa razón nunca obtuvo los frutos deseados.

Lejos de animar al surgimiento de una nueva capa de pequeños propietarios sobre los que edificar un régimen político democrático burgués, las leyes desamortizadoras favorecieron una nueva concentración latifundista de la tierra.

En un proceso ininterrumpido, las tierras de las comunidades indias fueron fraccionadas y adjudicadas en pequeñas parcelas a cada campesino indio. El resultado inmediato no fue otro que una “expropiación” masiva de las miserables propiedades campesinas que, explotadas en condiciones absolutamente desfavorables, fueron vendidas a precios ridículos o arrebatadas mediante la violencia al cabo de unos años, por los mismos terratenientes a los que teóricamente se pretendía combatir. De esta forma peculiar triunfaron las relaciones capitalistas en el campo mexicano y se pudo llevar a cabo una primera fase de acumulación de capital.

El ejército de peones agrícolas despojados de cualquier propiedad y derecho proporcionó, con su sangre y su trabajo de sol a sol, los medios necesarios para el desarrollo económico del país. Pero, dialécticamente, también fue esta masa humana la que se convertiría decenios más tarde en la base combatiente de la revolución mexicana y en su auténtica protagonista.

Desarrollo desigual y combinado

El sistema capitalista mexicano extremadamente atrasado en su base económica no podía permitir el florecimiento de una democracia parlamentaria en la que los derechos básicos de organización, reunión y manifestación quedaran consagrados. Derechos democráticos semejantes hubieran sido utilizado por las masas pobres del campo y la ciudad para desafiar el poder establecido. Así fue como el régimen de Porfirio Díaz, que se extendió de 1876 hasta el estallido de la revolución en 1910, cristalizó en una brutal dictadura burguesa apoyada en una violencia sistemática contra el campesinado y la incipiente clase obrera urbana.

En todo este periodo histórico se procedió a un gigantesco despojo de las propiedades campesinas por parte de las haciendas: una auténtica guerra de clase en las que los terratenientes se apoyaban impunemente en el aparato del Estado para llevar a cabo sus fines .

Desde sus orígenes, este capitalismo agrario no tenía nada en común con las modernas explotaciones capitalistas agrícolas en las que los métodos de cultivo, basados en maquinaría de vanguardia, aumentaban exponencialmente la productividad del trabajo. Muy al contrario, el sistema de explotación capitalista del campo mexicano siempre echo mano de formas de producción precapitalsitas y por tanto extraordinariamente atrasadas, combinándola con una vasta mano de obra barata atada de por vida a las haciendas a través de la tienda de raya (que suministraba productos de consumo a los peones a cuenta de sus jornales, y cuyas deudas eran trasmitida de padres a hijos). Durante mucho tiempo este sistema garantizaba las ingentes ganancias y privilegios de los terratenientes y la burocracia estatal.

Paralelamente, el desarrollo del mercado interno y la necesidad de la unificación política del país asegurando el poder del gobierno central, exigía una red de transporte mucho más eficaz. Ese fue el papel desempeñado por el ferrocarril que a su vez impulsó el avance de otras industrias extractivas y manufactureras mexicanas. Si en 1875 se habían construido 578 kilómetros de vías férreas, al final de 1910 se superaron los 20.000 kilómetros. El gran desembolso en capital que exigía el ferrocarril no podía ser cubierto por la débil burguesía mexicana: esto fue la obra del capital inglés y norteamericano, que a su vez exigió y obtuvo grandes concesiones del Estado.

Esta forma de desarrollo desigual y combinado del capitalismo mexicano ha marcado toda su historia posterior. La clase dominante mexicana ha sido incapaz de llevar a cabo sus tareas históricas, desde la conquista de una independencia genuina de cualquier poder exterior hasta el desarrollo de una agricultura y una industria moderna y eficaz. En 1910 como en la actualidad, las principales inversiones de capital estaban en manos extranjeras y fundamentalmente en las noteamericanas.

En este contexto, el proletariado urbano creció paralelamente al avance de la industrialización, impulsando a su vez la organización obrera independiente, a través del Gran Círculo de Obreros (fundado en 1872) y posteriormente también con el Congreso Obrero. La agitación obrera quedó registrada en el porfiriato con más de 250 huelgas que fueron duramente reprimidas por el régimen. Pero a pesar de esta nueva realidad, en 1910 el principal problema de la sociedad mexicana seguía siendo el de la tierra.

Según las cifras del censo de 1910, México contaba con poco más de quince millones de habitantes sobre un territorio cercano a dos millones de kilómetros cuadrados. De su población, más de tres millones eran campesinos, jornaleros agrícolas o peones; estableciendo un baremo aproximado de cuatro miembros por familia campesina se puede concluir un censo en torno a doce millones. Por otro lado, una minoría de hacendados (834 consignados en el censo) y “agricultores” (411.000) se repartían 168 millones de hectáreas, lo que en la práctica significaba el poder absoluto sobre la tierra.

De este substrato social y económico extremadamente injusto surgieron las fuerzas de la guerra campesina más imponente de la historia latinoamericana del siglo XX. Una auténtica gesta revolucionaria protagonizada por la División del Norte dirigida por Francisco Villa, que asestaría derrotas humillantes a los ejércitos constitucionalistas, y las tropas campesinas del ejercito Libertador del Sur lideradas por Emiliano Zapata, que establecieron en el Estado de Morelos una auténtica comuna campesina.

La guerra agraria, que se prolongó durante una década, mostró todo el potencial revolucionario del campesinado pobre al mismo tiempo que sus debilidades: su incapacidad de desarrollar un programa político independiente capaz de derrotar la acción combinada de la burguesía y del imperialismo. Para lograrlo hubiera requerido del concurso del proletariado y de un partido revolucionario independiente armado de un programa socialista. Ambos requisitos no estuvieron presentes en aquellos gigantescos acontecimientos.

¡Tierra y Libertad!

En el prologo a la obra monumental que escribió sobre la Revolución Rusa, Trotsky desarrolló una idea sumamente profunda: “La dinámica de los acontecimientos revolucionarios está directamente determinada por los rápidos, tensos y violentos cambios que sufre la sicología de las clases formadas antes de la revolución (...) solo estudiando los procesos políticos se alcanza a comprender el papel de los partidos y los dirigentes, que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, si muy importante de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor. ”

La revolución mexicana, como la revolución francesa, la rusa de 1917 o la revolución española en 1936-1939, fue el producto de un gigantesco movimiento de las masas oprimidas. En el caso de México, el campesinado jugo el papel preponderante por el propio desarrolló socio-económico del país, basado en una estructura productiva primaria. Las masas campesinas de México iniciaron una prolongada y feroz lucha de resistencia contra el despojo de sus tierras por la clase dominante, y esta lucha se organizó sobre la base de sus propias comunidades agrarias tradicionales.

No obstante es preciso recordar que la primera gran asonada de la futura rebelión fue anunciada por el proletariado, concretamente en junio de 1906 cuando los mineros del norte de Sonora rompieron la paz social del porfiriato protagonizando una gran huelga. A esta siguió el conflicto de los trabajadores textiles de Río Blanco en el estado de Veracruz que acabó en una sangrienta matanza de centenares de obreros por parte de las fuerzas militares del régimen.

En ambos casos la dirección de la lucha estaba vinculada al Partido liberal de Ricardo Flores Magón que, de una posición nacionalista pequeñoburguesa, evolucionó hacia postulados radicales y anarquistas. La influencia del anarquismo y el anarcosindicalismo dejó una profunda huella en el movimiento obrero mexicano que se prolongó hasta la década de los treinta del siglo pasado. De ese patrimonio ideológico se mantiene hasta hoy la bandera rojinegra, el emblema de las huelgas obreras y estudiantiles en todo el país.

Como en toda crisis revolucionaria, las contradicciones se dejaron sentir en primer lugar en las filas de la propia clase dominante. Frente a la postura intransigente de Porfirio Díaz surgieron otras favorables a realizar concesiones que evitaran el estallido revolucionario. Entre ellas destacaba la del joven terrateniente Francisco Madero, que se convirtió en el líder de la oposición burguesa que reclamaba el fin de la dictadura y el establecimiento de un régimen constitucional.

En un contexto de extrema polarización, ambas tendencias de la burguesía intentaban defender al sistema del incendio revolucionario que se avecinaba. Pero tanto los que se oponían a las reformas políticas, como lo partidarios de estas, no pudieron impedir lo que irremediablemente ocurriría: el colapso del régimen y un nuevo escenario en el que todo el poder de la vieja clase dominante quedó suspendido en el aire.

Para ventaja de la clase dominante mexicana, a diferencia de Rusia en 1917, no existía en México ninguna organización revolucionaria con influencia entre las masas que pudiese ofrecer un programa socialista consecuente. Ni entre el proletariado urbano, ni entre las masas de campesinos desheredados, existía una organización semejante a la bolchevique, con cuadros experimentados y una tradición política forjada en combates anteriores.

De una manera absolutamente distorsionada las aspiraciones de las masas pobres del campo encontraron un canal de expresión en las tendencias opositoras al régimen, aunque estas fueran declaradamente burguesas. La cuestión central del asunto, no obstante, no estribaba en la voluntad política de los opositores burgueses cuyo programa moderado no podía ofrecer ninguna solución fundamental a los problemas acuciantes de millones de campesinos. El factor decisivo fue la voluntad de las masas, pues en el momento en que estas se pusieron en marcha desbordaron a los dirigentes de la oposición y trazaron sus propios objetivos emancipadores a través de métodos de lucha revolucionarios, amenazando las propias bases del régimen capitalista.

Más de noventa años después, circunstancias similares se están reproduciendo en México, entre los deseos y las aspiraciones de millones de trabajadores, campesinos y jóvenes de todos los rincones del país y los objetivos estrechos de la dirigencia del PRD, que en ningún caso pretende sobrepasar el marco del capitalismo mexicano. La resolución de esta profunda contradicción no dependerá tan sólo de las intenciones de Andrés Manuel López Obrador, por mucha autoridad que haya ganado en las últimas batallas contra la oligarquía, sino de la conciencia y la voluntad de las masas movilizadas y de la capacidad de los marxistas para construir una dirección revolucionaria a la altura de la responsabilidad histórica.

Hace casi un siglo, en junio de 1910, Francisco Madero desafió el fraude electoral cocinado por Porfirio Díaz. Su programa fundamental, el llamado Plan de San Luis, fue declarar nulas las elecciones y autoproclamarse Presidente provisional del país. Junto a esta proclama institucional, que obviamente constituía el eje de las aspiraciones maderistas, el programa recogía tan solo una demanda social: restituir a sus antiguos propietarios campesinos, en su mayoría indios, las tierras de las que habían sido despojados por los tribunales y las autoridades aplicando abusivamente la ley de terrenos baldíos. En ningún caso se hablaba de expropiación de los terratenientes, la clase a la que pertenecía el propio Madero.

Esta modesta demanda, que algunos sectarios autoproclamados marxistas habrían despreciado con desden, fue suficiente para apoderarse de la imaginación de millones, convocar a la nación oprimida y desatar una guerra campesina devastadora. En noviembre del mismo año, cientos de miles de campesinos se alzaron en armas para no abandonarlas hasta 1920.

A partir de esa fecha los ejércitos guerrilleros del norte mandados por Villa y Orozco realizaron una campaña victoriosa hasta tomar Ciudad Juárez el 10 de mayo de 1911. Al mismo tiempo en el sur, los campesinos liderados por Emiliano Zapata ocupaban el 1 de mayo Cuernavaca, la capital del estado de Morelos.

La acción exitosa de los ejércitos campesinos fue suficiente para provocar el pavor entre las filas Maderistas. Una cosa era exigir a Porfirio poner fin a su régimen de dictadura y otra muy diferente que los campesinos armados impusieran, en la práctica y de forma revolucionaria, la reforma agraria.

En aquel momento el miedo a un movimiento independiente del campesinado que arrasara con todo forzó el armisticio entre las fuerzas insurgentes y el gobierno. Mediante los acuerdos de Ciudad Juárez, firmados por los representantes de Madero y de Porfirio Díaz, se aseguraba una salida institucional a la crisis armada a través de la renuncia del último a la presidencia de la República. De esta manera Madero era encumbrado a la máxima instancia política del país pretendiendo dar carpetazo a un asunto que se le escapaba de las manos.

En todo este esquema político, sin embargo, había un pequeño asunto no previsto: la demanda fundamental por la que las masas campesinas del país se habían movilizado y luchado heroicamente quedaba sin satisfacer. El campesinado no respetó las ordenes de los militares constitucionalistas. Grupos de indios y peones armados tomaron las tierras de las haciendas y las pusieron a producir en un movimiento de ocupación de latifundios que se extendió por toda la República.

La revolución mexicana puesta en marcha desde abajo a través de la iniciativa de millones de explotados pondría en jaque a la burguesía y el imperialismo durante nueve largos años, escribiendo una de las páginas más heroicas de la historia.

Las masas y los líderes

Toda revolución constituye un momento decisivo y excepcional de la historia en el que se pone de manifiesto el papel trascendental de ciertos individuos. Analizando este hecho Plejanov dejó escrito lo siguiente: “Gracias a las peculiaridades de su carácter, los individuos pueden influir en los destinos de la sociedad. A veces, su influencia llega a ser muy considerable, pero tanto la posibilidad misma de esta influencia como sus proporciones son determinadas por la organización de la sociedad, por la correlación de fuerzas que en ellas actúan. El carácter del individuo constituye un papel sólo allí, sólo entonces y sólo en el grado en que lo permiten las relaciones sociales (...) Los talentos aparecen, siempre y en todas partes, allí dónde existen condiciones favorables para su desarrollo. Esto significa que todo talento convertido en fuerza social es fruto de las relaciones sociales. Pero si esto es así, se comprende por qué los hombres de talento, como hemos dicho, sólo pueden hacer variar el aspecto individual y no la orientación general de los acontecimientos; ellos mismos existen gracias únicamente a esta orientación; si no fuera por eso nunca habrían podido cruzar el umbral que separa lo potencial de lo real.”

La revolución mexicana tuvo nombres propios, pero el que brilló con mayor intensidad encarnando los anhelos más profundos de millones de hombres y mujeres fue el de Emiliano Zapata. No es este el lugar para hablar extensamente de Zapata. Muchos lo han hecho brillantemente dejando claro que su nombre esta unido a la lucha de clases más intransigente de la historia de México. Por eso cuando entre la izquierda reformista la figura de Zapata se utiliza de forma intencionada para justificar una política que el siempre combatió, se hace necesario volver a subrayar que Zapata encarnó el programa más radical y avanzado de toda la revolución, el que hizo que esta llegara más lejos en la ruptura con las relaciones de propiedad imperantes en el momento y, sobre todo, el que supo ver que las conquistas revolucionarias solo podían ser defendidas por el poder armado de los oprimidos y el auxilio de sus hermanos del mundo.

Cuando Madero trató de dar por finalizada la revolución, Zapata no se contentó con llamamientos a la desobediencia civil, organizó a los campesinos pobres y les proporcionó una perspectiva revolucionaria: continuar la lucha hasta el final desafiando el poder de la oligarquía “constitucionalista”. Y esto lo hizo a través de la toma de tierras y la expropiación de los terratenientes creando un poder político y militar alternativo basado en la representación directa de la población. El Ejército Libertador del Sur siempre se sustentó en la participación y en la iniciativa del campesinado y el proletariado agrícola de la región, especialmente del Estado de Morelos donde estableció una auténtica comuna campesina.

El texto fundamental de la estrategia zapatista fue el llamado plan de Ayala con en el que se intentó proclamar la independencia del movimiento campesino respecto a la dirección burguesa de la revolución. En él se afirma la expropiación completa de la de las tierras de los grandes propietarios, la devolución de todas las tierras comunales arrebatadas en los decenios anteriores y la nacionalización de todos los bienes de los enemigos de la revolución.

Este programa se transformó en el ariete político con el que Zapata y sus seguidores desafiaron todo el orden burgués y los sucesivos gobiernos que lo representaron: Madero, Huerta y Carranza. Aunque no era conscientemente socialista, la aplicación del programa zapatista significaba, en la práctica, la destrucción de las bases económicas y políticas del régimen capitalista mexicano. Pero la realización del programa revolucionario agrario, ya fuera en el México insurgente de 1910, en la Rusia de 1917 o en la revolución española de 1936-1939, exigía del concurso de un poder centralizado y estatal, basado en las masas, y esto solo podía surgir de la participación consciente del proletariado en la revolución: el poder obrero con un programa socialista que hiciera extensible la expropiación de la propiedad latifundista al conjunto de la economía capitalista, la banca y el comercio bajo el control democrático de los obreros y los campesinos.

A pesar de todas sus limitaciones políticas, la lucha guerrillera de los ejércitos campesinos contra las tropas gubernamentales alcanzó trazos épicos. Todo el pueblo campesino formaba parte del ejército suministrando la base combatiente, de intendencia e información necesaria.

Junto a Emiliano Zapata, el otro gran jefe militar de la revolución fue Pancho Villa al frente de su División del Norte. En los campos de batalla, los ejércitos villistas se convirtieron en una auténtica pesadilla para la burguesía mexicana. Sin el programa político de Zapata, Pancho Villa demostró que basándose en la fuerza incontenible de la revolución y las aspiraciones de las masas, un ejército de campesinos puede convertirse en una formidable maquina de guerra victoriosa frente a los ejércitos burgueses.

En su avance irresistible, la revolución campesina no tardo en llegar al corazón del Estado Mexicano. El 4 de diciembre de 1914, las tropas campesinas de Norte y del Sur, encabezadas por Villa y Zapata respectivamente, se encontraron en las afueras de la ciudad de México, en la localidad sureña de Xochimilco. De las actas taquigráficas que han quedado registradas del encuentro que mantuvieron los dos grandes dirigentes de la revolución, se desprende los propios límites del programa campesino: ni Zapata ni Villa querían tomar el poder político al que veían “como un rancho muy grande”, en palabras del propio Villa.

En su magnífico texto sobre estos acontecimientos, Adolfo Gilly señala acertadamente: “Lo que demuestra el empuje poderoso de la revolución es que los campesinos llegaron a intentar independizarse políticamente del gobierno de la burguesía, instaurando ellos un gobierno en la capital del país bajo su ocupación, y no simplemente manteniendo la guerra en los campos. Pero el poder campesino mediado por los pequeño burgueses, los “gabinetes” como diría Pancho Villa, al no llegar a ser un poder proletario, irremediablemente era un poder burgués suspendido en el aire, en contradicción con el gobierno burgués real de Carranza, pero en el fondo mucho más en contradicción con la misma base campesina insurrecta que lo sostenía frente a Carranza...”.

Después de duros combates que se prolongaron por seis años, la burguesía mexicana liderada por aquellos representantes políticos y militares que mejor pudieron dominar la guerra campesina y que no dudaron en apoyarse en sectores del proletariado urbano para derrotarla, acabaron con el ala izquierda de la revolución. Emiliano Zapata fue asesinado el 10 de abril de 1920 cuando el reflujo entre las masas revolucionarias era un hecho.

El enorme potencial transformador de la guerra campesina y la honestidad revolucionaria de Emiliano Zapata han quedado grabadas en la conciencia de generaciones de luchadores. Lo que no es tan conocido de la crónica revolucionaria fueron los intentos del propio Zapata para inspirarse políticamente de los grandes acontecimientos de la lucha de clases internacional. Esta actitud le llevó a intentar comprender la importancia del internacionalismo y lo que representó la revolución rusa de 1917.

En una carta de Zapata fechada el 14 de febrero de 1918 en Tlaltizapan, cuartel general del Ejército Libertador en el Estado de Morelos, dirigida a Jenaro Amescua y que este publicó en mayo de 1918 en el diario El Mundo de La Habana, el dirigente campesino escribió: “Mucho ganaríamos, mucho ganaría la humanidad y la justicia, si todos los pueblos de América y toda las naciones de la vieja Europa comprendieran que la causa del México revolucionario y la causa de Rusia son y representan la cusa de la humanidad, el interés supremo de todos los pueblos oprimidos (...) Aquí como allá, hay grandes señores, inhumanos codiciosos y crueles que de padres a hijos han vendido explotando hasta la tortura a grandes masas de campesinos. Y como allá los hombres esclavizados, los hombres de conciencia dormida, empiezan a despertar, a sacudirse , a agitarse, a castigar (...) No es de extrañar por lo mismo, que el proletariado mundial aplauda y admire la Revolución rusa, del mismo modo que otorgara toda su adhesión, su simpatía y su apoyo a esta revolución mexicana, al darse cabal cuenta de sus fines”.

De esta gigantesca revolución surgió el régimen burgués contemporáneo que se prolongó durante décadas en México. Un régimen burgués débil, basado en una estructura económica precaria, y dependiente en extremo de los intereses estratégicos y económicos del imperialismo estadounidense.

En un magnífico texto sobre la Revolución, Octavio Fernández dirigente de la Oposición de Izquierdas en México señaló la clave de este proceso histórico: “La burguesía indígena nacida al calor de la revolución, impotente de nacimiento y orgánicamente ligada por un cordón umbilical a la propiedad agraria y al campo imperialista, ha sido incapaz de resolver las tareas históricas de la revolución”. Y esta situación se mantiene noventa años después.

Es cierto que la revolución mexicana no transformó las relaciones de propiedad capitalista pero como toda revolución genuina de masas implicó un cambio político de calado. Los auténticos protagonistas de la revolución, los campesinos y jornaleros del campo, fueron expropiados políticamente, pero su peso histórico se dejó sentir en las peculiaridades del régimen burgués que se consolidó después de 1920.

El régimen de Obregón, que se afianzó eliminando los aspectos más odiados del carrancismo gracias al pacto político con los dirigentes del movimiento obrero agrupados en la Central Regional Obrera mexicana (CROM) y los lideres zapatistas, era la expresión más acabada de las concesiones que la burguesía mexicana tuvo que realizar para mantenerse en el poder.

“De este modo”, señala Gilly “el régimen burgués se apoyó en obreros y campesinos, a través de las burocracias sindicales, para estabilizarse y desarrollarse, y lo hizo en nombre de la revolución. Pero quedó prisionero de ese apoyo social y de la revolución misma: su extrema debilidad de origen le impidió desarrollar una base de clase propia e independiente, cosa que solo habría podido lograr en alianza con los representantes del viejo régimen (...) Por lo mismo, el parlamentarismo y el juego de partidos burgueses parlamentarios, propio de la democracia capitalista, murió para siempre en México y el parlamento, aunque subsistió de nombre, no desempeñó nunca función alguna en la política nacional. La extrema concentración del poder presidencialista no expresa la fuerza del sistema, sino la debilidad social del régimen capitalista frente a las masas, que no puede soportar las luchas legales y parlamentarias entre los sectores y partidos burgueses, sino que debe poner su destino completamente en manos de un arbitro supremo, el Presidente. Es la esencia misma del bonapartismo.”

Bonapartismo “sui generis”

El régimen bonapartista mexicano se mantuvo, con diferentes variantes a derecha e izquierda, durante ocho décadas.

Después del asesinato del Presidente Obregón, decidido por los sectores más a la derecha de la burguesía, fue Plutarco Elías Calles, que en el pasado se había cubierto de fraseología “socialista” para mantener su apoyo entre las masas, quien dirigió el proceso de consolidación del Estado bonapartista burgués alejándolo definitivamente de las influencias de la revolución campesina.

En 1929 Calles fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), consiguiendo integrar todas las tendencias y camarillas burguesas en que se apoyaba el régimen, a la vez que lograba poner bajo su control a las organizaciones de masas, obreras y campesinas. Con esta maniobra, resultante de una correlación de fuerzas de la que no podía sustraerse, obtuvo algo que estratégicamente ha garantizado la continuidad del capitalismo mexicano: asegurarse una base de masas a través del charrismo sindical y político y, por otra parte, impedir el funcionamiento independiente de las organizaciones de clase respecto del Estado burgués.

El PNR fue el antecedente del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y, como partido bonapartista por excelencia, tenía que apoyarse en diferentes clases para asegurar la estabilidad del orden burgués. Así, en 1931 el gobierno de Calles elaboró la primera ley Federal del Trabajo que, otorgando algunas conquistas de relieve a los trabajadores, garantizó al Estado la capacidad para interferir en la organización de los sindicatos, reconociendo o desconociendo a las direcciones sindicales y condicionando el derecho de huelga al poder declararlas inexistentes.

Paralelamente, a principios de la década de los treinta, se desarrolló dentro del propio PNR una tendencia que, presionada por la insatisfacción creciente de las masas campesinas con la labor del gobierno opuesto a llevar a cabo ningún reparto de tierra, y afectada por la crisis general del capitalismo y los “avances” de la URSS, empezó a desarrollar un lenguaje socializante a favor de reformas que profundizasen la revolución.

Detrás de esta tendencia estaban las aspiraciones de las masas revolucionarias del campesinado, a las que se añadió el gran protagonista de la época contemporánea: el proletariado industrial, que lideró durante aquellos años un fuerte movimiento huelguístico con un gran contenido anticapitalista y antiimperialista.

De esta situación de extrema polarización social, marcada internacionalmente por la revolución derrotada en Europa y el ascenso del fascismo, surgió el Cardenismo, forma peculiar del bonapartismo burgués, que utilizando una retórica nacionalista revolucionaria llevó a cabo medidas como la nacionalización de los ferrocarriles y de la industria petrolífera, en manos británicas y norteamericanas, la extensión de la educación pública “socialista”, un nuevo reparto agrario y una política internacional apoyada en manifestaciones públicas de fe antiimperialista.

Lo más significativo de estas acciones fue que para llevarlas a cabo, Lázaro Cárdenas se tuvo que apoyar en el empuje de las masas y, más exactamente, del proletariado y sus organizaciones sindicales. Fueron las huelgas de los trabajadores electricistas, de los ferrocarrileros, de los jornaleros agrícolas, de los petroleros, los que dieron fuerza a las medidas del gobierno de Cárdenas.

En ese contexto nació la Confederación Nacional de Trabajadores de México (CTM) en marzo de 1938, dejando constancia en su programa fundacional de una orientación socialista: “El proletariado mexicano reconoce el carácter internacional del movimiento obrero y campesino y la lucha por el socialismo (...) El proletariado de México luchará fundamentalmente por la total abolición del régimen capitalista”.

Aunque pudiese aparentar lo contrario, la nueva central sindical dirigida por Vicente Lombardo Toledano no puso nunca en entredicho la subordinación del movimiento sindical frente al poder del Estado, a pesar de toda su retórica socialista incluso marxista.

Siguiendo un curso paralelo, el Partido Comunista Mexicano que agrupaba a una parte de la vanguardia obrera y campesina, minoritaria pero importante por su influencia, nunca fue capaz de disputar la dirección del movimiento a estos sectores de la inteligencia pequeño burguesa nacionalista. El PCM se vió condicionado en todo momento por la deriva estalinista de su política: primero adoptando una posición sectaria frente a Cardenas, imposición obligada por la orientación ultraizquierdista del tercer periodo estalinista; más tarde realizando un seguidismo sin principios de Cardenas y Vicente Lombardo Toledano a los que la dirección del partido encumbró como máximos campeones del frente populismo. De esta manera, desde el lado del partido obrero que debía organizar al proletariado y al campesinado mexicano bajo la bandera del marxismo revolucionario también se contribuyo eficazmente a atarlo al carro de la colaboración de clases y la subordinación gubernamental.

En cualquier caso, el cardenismo reflejaba la búsqueda de las masas oprimidas de una nueva oportunidad para completar la revolución iniciada en 1910. Esta vez para terminarla de una forma definitiva, a través de la revolución socialista. El hecho de que Cárdenas se manifestara a favor de la educación socialista, de que se enfrentara decididamente al imperialismo anglo-americano con la expropiación de la industria petrolera, que rompiese con la política de “no intervención” contra la zona republicana durante la revolución española o que concediese asilo político a León Trotsky, es buena prueba de las presiones extraordinarias que reflejó este sector de la inteligencia pequeño buguesa que trataba de emancipar a su manera a los oprimidos del país.

Todas estas medidas audaces, no obstante, tenían sus límites. Cárdenas nunca pretendió romper radicalmente con las relaciones de propiedad capitalista, ni establecer la nacionalización completa de la economía. Mucho menos dar el poder a los trabajadores, aunque necesitó del auxilio del movimiento sindical, bajo su control, para consolidar sus reformas.

Estas eran las formas externas de un tipo de “bonapartismo sui generis” como lo definió Trotsky en un magnífico artículo escrito en 1939: “En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado.

Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui géneris, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o bien maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros.”

En 1938 Cárdenas sustituyó el PNR por el Partido de la Revolución Mexicana. Y lo constituyó fortaleciendo aún más que su predecesor los vínculos con el movimiento obrero y campesino, a través del apoyo de la Confederación Nacional Campesina y la CTM. Como ya ocurriera con la CTM, en el programa inicial del PRM se utilizaba sin rubor la retórica del socialismo: “uno de sus objetivos fundamentales es la preparación del pueblo para la implantación de una democracia de los trabajadores y para llegar al régimen socialista.”

El periodo cardenista representó la fase más álgida de la lucha de clases desde el avance zapatista sobre ciudad de México en diciembre de 1914. Si hubiera existido un partido marxista de masas en aquel periodo, si el PCM hubiera sido un auténtico partido leninista y no un organismo al servicio de la colaboración de clases y los intereses diplomáticos de la burocracia estalinista de Moscú, las inmejorables condiciones para organizar la lucha por el poder obrero hubieran fructificado en la transformación socialista de México. Pero en aquellas circunstancias, la voluntad de millones de oprimidos dispuestos a tomar el cielo por asalto no encontró su correspondencia en una dirección a la altura que la historia exigía.

Crisis social y económica

Durante el pasado mes de julio las masas oprimidas de México han escrito un nuevo capitulo de la revolución. Si atendemos a los análisis de la prensa burguesa fue el aparentemente inocuo terreno electoral el que ha desatado el conflicto. Decimos aparentemente, porque solo los superficiales comentaristas burgueses pueden considerar la disputa electoral la causa de esta escalada de la lucha de clases.

En realidad el gigantesco conflicto social que ha movilizado a millones de trabajadores, campesinos y jóvenes de todo México se ha larvado durante décadas de oprobio, represión policial, explotación económica, marginalidad, emigración forzosa y colapso de la sociedad capitalista. Hoy las masas mexicanas se han levantado y como sus hermanos de clase en Venezuela o Bolivia, no van a abandonar fácilmente la escena política.

Toda la historia reciente de México es a la vez la crónica del fracaso de la economía de libre mercado y del régimen político que la sustenta. A pesar de todas sus riquezas petrolíferas y de todo su potencial agrícola, México es un país pobre y entregado al imperialismo norteamericano. Y los responsable de esta situación no son otros más que la oligarquía mexicana y sus instrumentos políticos: el Partido de Acción Nacional (PAN) y el Partido Revolucionario Institucional (PRI).

México sufrió duramente la ofensiva del capital norteamericano a través del Tratado de Libre Comercio (TLC) que supuso la apertura sin restricciones del mercado nacional a los bienes de capital y de consumo de EEUU, y la ruina económica para el campo mexicano y la industria nacional. México se ha hecho aún más dependiente del imperialismo norteamericano, hasta transformarse en un país maquilador de las mercancías semielaboradas que se producen en otros, fundamentalmente en los propios EEUU, y cuyas exportaciones en un 80% se venden en el mercado norteamericano.

Toda esta catástrofe se planificó durante los últimos sexenios presidenciales del PRI y se profundizó bajo la presidencia panista de Fox.

No obstante, aspectos esenciales de esta estrategia y que eran claves para el imperialismo norteamericano no han podido ser llevados a término. En concreto la privatización de la industria petrolera y de la electricidad, así como reformas fundamentales del mercado laboral a través de la modificación de la Ley Federal del Trabajo, han sido paralizadas por la acción decidida de las masas mexicanas, no solo de los trabajadores implicados sino del conjunto de la población. Estas conquistas del movimiento obrero que perduran en la conciencia de generaciones se han transformado en el mayor escollo político para los planes de la oligarquía. Es, sin duda, una diferencia cualitativa con la dinámica que se pudo imponer en el conjunto de Latinoamérica durante la década de los noventa.

A pesar de todo, las contrarreformas de la última década han tenido consecuencias desastrosas. Por ejemplo, en 1994 cuando se aprobó el TLC la cantidad total de trabajadores empleados en la industria manufacturera era de1.394.487. Una década después, en junio de 2004, la cifra era de 1.256.544, es decir, casi 150.000 trabajadores menos. Mientras en 1994 se utilizaba el 74% de la capacidad industrial instalada, diez años después la cifra era del 63%.

Entre el 2001 y el primer trimestre de 2005 la población económicamente activa (PEA) creció en cinco millones doscientas mil personas. Sin embargo en el mismo periodo tan sólo se generaron 327.640 empleos, según cifras de los sindicatos. No es difícil de entender que esta situación insostenible empuje a millones de mexicanos a la emigración forzada: un promedio de un millón de mexicanos huye todos los años de México en dirección a los EEUU buscando una vida mejor para sus familias. En estos momentos las entradas de divisas generadas por los inmigrantes suponen el mayor componente del PIB, seguidos por los ingresos del petróleo y el turismo.

Según estudios del propio Gobierno mexicano el 60% de la población vive en situación de pobreza, y un 40% por debajo del umbral. Pobreza para el gobierno mexicano significa disponer de tres dólares diarios per cápita para poder sobrevivir en un país dónde el precio de la canasta básica es muy similar al del Estado español.

Todos estos factores están detrás de la rebelión que hoy sacude México. Ha sido la acumulación de una gigantesca frustración, profundizada tras seis años de Gobierno Foxista que no han hecho sino agrandar la brecha abierta entre los grandes capitalistas y la masa de trabajadores y pobres de México, la causa de la profunda transformación de la conciencia colectiva de los oprimidos mexicanos.

El proceso molecular de toma de conciencia

Esta transformación colosal en la conciencia de millones de explotados se ha reflejado en toda una serie de hechos a lo largo de la última década. Sin duda, el levantamiento del EZLN en enero de 1995 en las olvidadas tierras de Chiapas fue un aldabonazo.

La guerra campesina trajo a escena la situación de extrema humillación de las masas indígenas del campo, oprimidas por el terrateniente, el banquero y el comerciante mexicano y su compinche imperialista. La lucha del EZLN despertó un apoyo y solidaridad en el conjunto de la clase obrera mexicana de tal calado, que condicionó las decisiones de la clase dominante. La primera intención del gobierno prisita de responder con un genocidio, como hubiera sido lo normal en otro momento de la historia de México, tuvo que ser abandonada en beneficio de una política que combinó la represión, en algunos casos muy dura, con una mascarada de negociación. Pero al cabo de una década los problemas de las masas chiapanecas siguen sin solución.

La comandancia del EZLN tuvo una oportunidad histórica de liderar el nuevo proceso de la revolución mexicana. Pero renunció a ello. Desde las primeras declaraciones de Marcos, al que nadie discute su valentía y arrojo, se vislumbraban los límites de su programa político. Marcos y el EZLN no aspiraban al poder, tal como afirmaban en toda entrevista concedida o en cualquier declaración que salía de sus cuarteles en la Sierra Lacandona. Pero si no es con el poder político y por tanto con el económico ¿Cómo se pueden resolver los problemas del campesinado y los trabajadores de Chiapas y de todo México?

El programa pequeño burgués de Marcos deslumbró a muchos intelectuales de “izquierdas” tanto de México como de Europa y EEUU. Movilizó a sectores del movimiento estudiantil y de la pequeña burguesía ilustrada y progresista, que veían en la acción y el discurso del EZLN una nueva vía alejada del marxismo capaz de representar una alternativa al capitalismo. Pero la tozudez de los acontecimientos ha demostrado que la línea política del EZLN no representaba tal alternativa. No era con autonomía cultural ni con “respeto” como se conseguiría alcanzar la dignidad de las masas indígenas.

Los problemas del indio mexicano son los mismos que los del trabajador, que los del campesino, por que ellos mismos componen la base de la clase obrera y jornalera. Es el problema del desempleo, de los bajos salarios, de la falta de vivienda, de la ausencia de infraestructuras civiles, agua, alcantarillado, electricidad; del acceso a la enseñanza, a una sanidad digna, pública y gratuita. El respeto a la cultura indígena, a la lengua nativa es también un problema de clase y, como los anteriores, solo encontrará solución a través de la lucha unificada del campesinado pobre y del proletariado urbano contra el capitalismo. Solo el socialismo podrá dar satisfacción a las necesidades del campo chiapaneco, como al del resto del país.

Marcos renuncio a defender este programa y ahora ha dejado claro los límites de su política manteniendo una postura absolutamente sectaria y arrogante contra el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Su insistencia en identificar al PRD con el PAN y el PRI le ha llevado al aislamiento político arrojando agua al molino de la reacción. No ha entendido que las masas han utilizado el canal de expresión que les proporcionaba el PRD y la oportunidad de sacudirse de la espalda el peso muerto del PAN. Marcos ha preferido los consejos ultraizquierdistas de sus amigos universitarios, al margen del movimiento real de las masas, y su propio despecho, que encontrar un camino para organizar con un programa socialista a millones de oprimidos. La historia castiga muy duramente este tipo de errores.

En cualquier caso, no fue el levantamiento del EZLN el único síntoma del profundo cambio que se avecinaba en el país.

En abril de 1999 estalló la gran huelga de estudiantes de la UNAM que se prolongó durante meses y marcó la vida política del país. La dureza del conflicto y la gran simpatía que despertó entre los trabajadores supuso un hito en la historia del movimiento estudiantil. Esta rebelión masiva de la juventud universitaria, que en México esta ligada por su extracción de clase y su tradición de lucha a las masas populares, actuaba como un síntoma evidente de la enorme tensión que se estaba acumulando en los cimientos de la sociedad.

La juventud actuó como la caballería ligera del gran ejército de los trabajadores que no tardaría en ponerse en marcha. Las rupturas en el movimiento obrero mexicano, el desgajamiento de la CTM de numerosos sindicatos que conformaron la Unión Nacional de Trabajadores (UNT); las movilizaciones independientes el Primero de Mayo que han llenado las calles del centro capitalino con decenas de miles de trabajadores en los últimos años y, sobre todo, las luchas masivas contra los intentos de privatización de la industria petrolera y del sector eléctrico que han convocado a centenares de miles de trabajadores de todos los rincones de México, han moldeado la conciencia de los oprimidos en estos últimos años.

No ha sido tanto el gran número de huelgas durante la última década, como el sentimiento antiburocrático que se ha extendido entre secciones amplias del proletariado mexicano el que ha dominado el panorama. Y este sentimiento cuestionaba frontalmente uno de los pilares en los que se ha sustentado el régimen bonapartista burgués mexicano: el charrismo sindical.

En el último periodo, no obstante, la acción huelguista ha vuelto a recrudecerse. La lucha del Colegio de Bachilleres y las movilizaciones de los trabajadores del Instituto Mexicano del Seguro Social han sido el preludio de las grandes huelgas de los últimos meses. En marzo de este año los trabajadores mineros y metalúrgicos llevaron a cabo una huelga protagonizada por más de doscientos cincuenta mil obreros del sector y que fue seguida de nuevas luchas en mayo, esta vez contra la intromisión del Estado en la vida interna del sindicato minero. La reacción vengativa del gobierno panista terminó en la matanza de varios trabajadores que participaban en la lucha.

El conflicto minero se desarrolló paralelamente al de los docentes de Oaxaca que han convertido su lucha en un desafío al Estado, resistiendo una feroz represión policial. Estos hechos, que pusieron sobre la mesa la convocatoria de una huelga general para el 28 de junio que finalmente no fue organizada ante el temor de los mismos dirigentes sindicales de verse desbordados por completo, marcan la irrupción de los destacamentos pesados del proletariado mexicano.

La clase obrera mexicana ha entrado de lleno en la escena. Pero no ha sido solo en el frente industrial donde ha dejado su poderosa huella. El factor decisivo ha sido su incorporación a la lucha política tomando partido decididamente para garantizar el triunfo electoral del PRD. Y esa decisión ha abierto una crisis de consecuencias revolucionarias.

Un nuevo capítulo de la revolución mexicana

En el mes de marzo de 2006, los marxistas mexicanos agrupados en la Tendencia Militante escribían lo siguiente en su documento de Perspectivas para la revolución mexicana: “Los intentos del gobierno foxista por impedir que AMLO pudiese encabezar la candidatura del PRD a la presidencia de la República se ha convertido en el látigo que ha espoleado definitivamente el movimiento de masas contra la derecha, abriendo un nuevo periodo en la lucha de clases. El 7 de abril de 2005 más de medio millón de personas se concentraron en el Zócalo, esperando la votación de la Cámara de Diputados y el 27 del mismo mes vivimos una movilización (marcha silenciosa) de millón y medio de personas. Ambas movilizaciones son la cristalización del ambiente que existió en 2004 y podría convertirse en la tónica general del próximo periodo.

“Estas dos movilizaciones históricas han puesto de manifiesto la fuerza inmensa de los trabajadores, el potencial explosivo que se acumula en lo subterráneo y que llegado el momento saldrá de una forma mucho más violenta. Lo que Marx denominó el topo de la historia, que excava por debajo de la superficie aparentemente en calma y que no descansa, ha vuelto a emerger con una fuerza tal que puso a temblar al gobierno con apenas una primera prueba de su capacidad.

“Quince días después de que la Cámara de diputados votara esta canallada, el Gobierno Fox tuvo que echarse atrás y en cadena nacional declarar nulo el proceso de desafuero. La retirada humillante de Fox ha sido una conquista histórica de las masas mexicanas y ha elevado la confianza de los oprimidos en sus propias fuerzas. El desafío que el imperialismo y la burguesía lanzaron a los trabajadores ha concluido en una amarga derrota para la clase dominante. Este hecho no puede pasar desapercibido para los marxistas, pues constituye un elemento de capital importancia para el futuro.

“(...) Esta situación abrió un periodo como no se había vivido, por lo menos, desde la fundación del PRD.”

Todas las líneas aquí expuestas han sido confirmadas brillantemente por los acontecimientos. El método marxista es la superioridad de la previsión sobre la sorpresa y sólo los marxistas fueron capaces de identificar la dinámica viva de la lucha de clases mexicana y orientarse firmemente hacia las bases obreras y campesinas del PRD.

Es una ley histórica que cuando la clase obrera y los oprimidos en general han decidido pasar a la acción, tomar en sus manos su propio destino poniendo su sello en los acontecimientos, lo hacen en primer lugar a través de sus organizaciones tradicionales.

Tras décadas de opresión prisita y de represión sangrienta de las luchas obreras y campesinas, de la matanza de Tlatelolco del 2 de noviembre de 1968, de maniobras charristas contra las corrientes democráticas del sindicalismo; asimilando la experiencia de 1988 cuando la victoria electoral del Frente Democrático encabezado por Cuathemoc Cardenas fue malograda por un fraude descarado del priismo, y tras la dura escuela del Gobierno del “cambio” de Vicente Fox, las masas mexicanas han dicho basta.

Utilizando la herramienta que tenían a su alcance, han dado una victoria electoral a Andrés Manuel López Obrador que sin duda ha sido mucho mayor de lo que el propio aparato del PRD esperaba.

Durante los largos meses de campaña electoral un hecho destacó por encima de todos: la furia con que la clase dominante atacaba a AMLO en todos los foros públicos del país. ¿Cómo se explica esta contradicción aparente?¿Acaso AMLO, como se han desgañitado gritando todos los sectarios de México y el mundo entero, no es un burgués que abandonó el PRI y que cuenta entre sus amistades a multimillonarios como Carlos Slim? ¿No es una realidad que miles de militantes priistas y cientos de dirigentes del más alto nivel del PRI han desembarcado en las filas del PRD? Entonces ¿Por qué ese odio visceral de la clase dominante y del imperialismo, de todos los medios de comunicación de la burguesía, incluso de algunos tan “progresistas” como el diario El País, contra López Obrador y contra el PRD?

Si utilizamos un método dialéctico de análisis y no el empirismo formalista no es difícil encontrar una respuesta a esta contradicción aparente. Ciertamente AMLO no es ningún líder obrero forjado en la dura escuela de las huelgas, ni jamás ha compartido las ideas del socialismo. También es cierto que López Obrador procede del PRI, como una buena parte de la dirección actual del PRD, aunque esta no es la única fuente de la que bebe el partido.

Miles de viejos militantes del antiguo PCM , más tarde del PSUM (Partido Socialista Unificado de México), del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y, sobre todo, de las organizaciones campesinas y sindicales de todo México conforman la base del PRD. Es, por tanto, una obligación diferenciar siempre que se trata de este tipo de partidos, en países ex coloniales o de desarrollo capitalista tardío, lo que representa la dirección y lo que representa la base, que en muchos casos constituye los principales destacamentos de la revolución. Incluso, más importante, es comprender la relación dialéctica que se desarrolla entre los líderes y las aspiraciones de las masas que los siguen, y como se produce una interacción que no siempre se mantiene dentro de los límites considerados respetables para la clase dominante.

La burguesía mexicana y el imperialismo no temen las ideas de López Obrador, lo que realmente temen es a las masas que lo siguen. Temen que López Obrador, con su discurso y sus promesas, desate un proceso que desborde los límites del capitalismo y amenace el poder de la oligarquía mexicana y los intereses imperialistas en el país, que no son pocos.

El Departamento de Estado norteamericano ha seguido muy de cerca los acontecimientos en México utilizando para ello la experiencia de lo ocurrido en los últimos años en el continente. Y después de observar muy detenidamente la dinámica del proceso, y de considerar todos los factores, se ha inclinado finalmente a favor del fraude electoral para impedir que AMLO llegue a la Presidencia. Las razones de esta decisión solo se pueden entender considerando el conjunto del proceso político latinoamericano, a lo que hay que sumar lo ocurrido con las masas de trabajadores inmigrantes en EEUU durante esta primavera.

Para la clase dominante norteamericana, Latinoamérica se ha convertido en una amenaza fundamental a sus intereses estratégicos. Después de la caída del estalinismo y el colapso de la URSS, los imperialistas respiraban confiados creyendo haber conjurado para siempre el peligro de la revolución. Y aparentemente estaban en lo cierto. La derrota de la URSS modificó por completo la correlación de fuerzas mundial, permitiendo a los imperialistas intervenir a su antojo en cualquier rincón del planeta. Eso al menos era lo que pensaban los estrategas de Washington.

Por otra parte la ofensiva privatizadora había desmantelado los restos de empresa pública que todavía subsistían en Latinoamérica abriendo el camino para las grandes ganancias que las multinacionales norteamericanas y europeas, especialmente españolas, obtuvieron de la sangre de los trabajadores latinoamericanos. Los dirigentes reformistas y ex estalinistas de las organizaciones obreras se contagiaban del nuevo credo neoliberal y la política de colaboración de clases era practicada con ahínco. Todo pintaba de color de rosa para los capitalistas norteamericanos hasta que el idílico cuadro se les vino abajo.

La revolución, la peor de sus pesadillas, ha hecho de nuevo su aparición con fuerza redoblada. Es el caso de Venezuela, donde la revolución bolivariana encabezada por Hugo Chávez y protagonizada por las masas trabajadoras ha derrotado en tres ocasiones los intentos contrarrevolucionarios de la oligarquía y los imperialistas. La posibilidad de una ruptura decisiva con el capitalismo en Venezuela es una eventualidad demasiado real para los imperialistas. La opción de una intervención militar directa, o de un golpe de Estado como en el pasado, no es posible en estos momentos cuando las tropas norteamericanas se encuentran empantanadas en Iraq y la burguesía venezolana esta desmoralizada a causa de las derrotas sufridas.

Los imperialistas también han comprendido la enorme influencia de la revolución venezolana entre las masas oprimidas de Latinoamérica y son perfectamente conscientes de que el triunfo definitivo de la revolución socialista en Venezuela y la expropiación de los capitalistas nacionales y extranjeros, contagiaría al conjunto del continente. La revolución no se detendría en las fronteras de Venezuela, se extendería a numerosos países en los que el capitalismo no es más que un callejón sin salida.

Ya están recibiendo un aviso muy claro con los acontecimientos que se están desarrollando en Bolivia dónde aparentemente Evo Morales se había desentendido de las políticas más radicales. Pero el triunfo electoral de Evo, que debía haber dado carpetazo a la insurrección revolucionaria de los trabajadores bolivianos de otoño de 2005, no es más que una etapa del proceso. Evo debe su victoria a las masas y la presión de estas sobre su gobierno se ha dejado sentir desde el primer momento, culminando con el decreto de nacionalización de los hidrocarburos y la intensificación de sus vínculos políticos con Hugo Chávez y Fidel Castro.

México es un país clave para los imperialistas. Un gobierno de AMLO, que se moviera en coordenadas políticas que no son del gusto de la clase dominante como demostró durante su mandato como Alcalde del DF, podría abrir las puertas a un movimiento ingobernable de las masas trabajadoras o, al menos, que desbordara a la dirección del PRD poniendo sobre el tapete exigencias de corte anticapitalista. Los imperialistas son conscientes, y la burguesía mexicana también, que los procesos en Latinoamérica juegan a favor de esta perspectiva.

Para complicar las cosas, la clase obrera mexicana se ha instalado más al norte de Río Bravo. La masa de inmigrantes que durante años ha sido explotada duramente, sin que la burocracia de los sindicatos norteamericanos levantase un solo dedo, ha realizado una demostración de fuerza imponente. Las manifestaciones masivas de abril y la gran huelga general del Primero de Mayo en la que participaron diez millones de trabajadores latinos, en su mayoría de origen mexicano, ha representado la movilización independiente de la clase obrera de EEUU más importante desde las grandes luchas de los años treinta. En palabras de muchos comentaristas, se trata de un movimiento de mayor calado que el de los derechos civiles de los años sesenta o el organizado contra la guerra de Vietnam en los setenta. Un proceso revolucionario en México tendrá indudablemente un impacto inmediato entre esta masa de trabajadores.

Estas son las razones de fondo de la oligarquía mexicana y el imperialismo para optar por el fraude e impedir que AMLO gobierne. Paralelamente también desarrollan otras líneas de intervención, infiltrando masivamente a políticos prisitas en las filas del PRD para controlar la estructura del partido. Pero eso no ha sido suficiente. No quieren comprobar lo que pasaría con un gobierno de AMLO después de las experiencias conocidas de Venezuela y Bolivia. No es que no se fíen de López Obrador, no se fían de las masas mexicanas.

El fraude masivo perpetrado contra las masas de México, que los respetables hombres del PAN y del PRI niegan a pesar de todas las pruebas publicadas en diarios como La Jornada y revistas como Proceso y de todas las denuncias presentadas por los militantes de


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