La crisis de sobreproducción que actualmente afecta a la economía capitalista a escala internacional empezó a expresarse ya en 1998 en los eslabones débiles de la cadena, los llamados países emergentes de América Latina y Asia. Éstos, a causa de su debilidad histórica y sometimiento a las potencias imperialistas, tuvieron que basar su crecimiento durante el boom en abrir extraordinariamente sus economías al comercio mundial y las inversiones extranjeras, aumentando así su dependencia externa. Esto se concretó, por un lado, en una reducción generalizada de los aranceles, de las tarifas aduaneras para las mercancías más baratas de las potencias imperialistas, lo que llevó a la ruina de un sector muy importante de la economía nacional de todos estos países y, por otro lado, en la privatización masiva de las empresas públicas, que a partir de entonces quedaron en manos de las multinacionales y bancos extranjeros.
El saqueo de los países latinoamericanos y de otras partes del mundo por parte de las multinacionales imperialistas agrava aun más las profundas contradicciones que genera el propio capitalismo. El intercambio desigual de mercancías baratas (materias primas, productos semielaborados) producidas por los países menos desarrollados a cambio de mercancías más caras (maquinaria y tecnología, productos elaborados, etc) procedentes de los países capitalistas más desarrollados ha sangrado a las economías de los países más débiles durante décadas, creando las bases para una deuda externa que resulta cada vez más insostenible. Este proceso se vio intensificado durante la última década. Las multinacionales imperialistas han forzado una caída cada vez más pronunciada en los precios mundiales del petróleo y las materias primas aumentando sus beneficios mientras amplios sectores de las masas de los países más pobres caían en la miseria más absoluta.
A través del FMI, la OMC y el Banco Mundial, también obligaron a estos países a privatizar las empresas públicas. Las privatizaciones supusieron que sectores estratégicos de la economía que mantenían el empleo y permitían ciertas dosis de proteccionismo para el mercado interno, desaparecieran o vieran sensiblemente recortado su peso económico y el número de empleos directos e inducidos que generaban. Además, la necesidad de ofrecer condiciones favorables a los inversores (altos tipos de interés, vinculación de las monedas al dólar, etc.) agravó el endeudamiento ya de por sí muy elevado de la mayoría de las economías latinoamericanas.
La deuda externa del llamado Tercer Mundo alcanzaba 780.000 millones de dólares en 1982, mientras en el 2001 llegó a superar los dos billones de dólares. En Argentina entre 1989 y 1993 se recaudaron, como consecuencia de las privatizaciones, 9.910 millones de dólares en efectivo y 13.239 millones en títulos de deuda que representaban 5.270 millones en efectivo. Sin embargo, a comienzos de 1989 la deuda externa de Argentina era de 60.000 millones de dólares, y a finales del 2001 alcanzaba los 175.000 millones, lo que representaba el 72,8% de la riqueza generada por el país (PBI) antes de la devaluación, situándose ahora, después de la devaluación, en el 130% del PBI.
Todos estos factores debilitan enormemente estas economías y las hacen aun más dependientes del exterior. Además, los distintos gobiernos se han visto obligados, para acceder a las ayudas del FMI, a aplicar políticas de apertura de los mercados nacionales a los productos que deseaban las multinacionales, a reducir sistemáticamente los gastos sociales y a atacar los niveles de vida y derechos de los trabajadores y demás sectores populares. Todo ello preparó el actual escenario de crisis económica profunda e inestabilidad política.
La crisis en Argentina
Cuando empezaron los síntomas de saturación por exceso de mercancías en los mercados mundiales y se intensificó la lucha entre las distintas burguesías nacionales por coparlos y captar capitales, los países emergentes fueron los primeros en pagarlo. La crisis asiática, resultado en ultima instancia de la caída de las exportaciones de estos países, forzó devaluaciones monetarias en todos ellos. En Latinoamérica, Brasil (principal mercado de los productos argentinos) les siguió. El real brasileño se ha depreciado desde 1997 hasta el 2002 un 150% con respecto al dólar mientras el peso argentino se mantenía atado a éste. Los exportadores argentinos vieron caer su competitividad y redujeron la actividad y el empleo (un 50% el automóvil solo en 1999, un 30% el textil...). Muchos trasladaron sus inversiones a! propio Brasil y a otros países. El desempleo crecía vertiginosamente, según las estadísticas oficiales, de un 13% en 1997 a más de un 25% actualmente, aunque en realidad es mucho mayor.
En Argentina, la burguesía aprovechó la colaboración de la burocracia sindical de la CGT y su influencia sobre sectores importantes de las masas del peronismo para apoyarse en Ménem, entonces el máximo dirigente del Partido Justicialista (PJ), quien llevó a la práctica las privatizaciones y planes de ajuste exigidos por el FMI y auspició, junto a su ministro de Economía, Domingo Cavallo, la convertibilidad. De esta manera el banco nacional argentino garantizaba el mantenimiento de la equivalencia: un peso, un dólar. Para atraer capitales, mucho más después de la hiperinflación de los 80, Argentina debía ofrecer confianza y estabilidad a los inversores atando su moneda a otra tan fuerte y estable como el dólar.
La convertibilidad, unida a la privatización de empresas y servicios públicos, atrajo capitales durante la primera mitad de la década pero beneficiando solamente a la burguesía local, que se negó a invertir en la industria sus beneficios ingentes prefiriendo sacar los capitales fuera del país. La baja recaudación de impuestos, dada la falta de pago generalizada de los mismos por parte de los capitalistas, obligó al Estado a seguir endeudándose. Las empresas, por su parte, negándose a invertir sus ganancias siguieron recurriendo al endeudamiento pensando que nunca le cortarían el grifo y que Argentina iba a estar vacunada contra cualquier amenaza de crisis. Todo esto debilitaba la economía nacional, que quedaba desarmada ante la crisis inevitable que se anunciaba.
Las privatizaciones y sucesivos planes de ajuste, destinados también a atraer a las multinacionales imperialistas con bajos salarios y condiciones laborales precarias, destruyeron empleo masivamente y redujeron el mercado interno. La venta de empresas públicas eliminó la posibilidad de que el empleo y los ingresos que éstas generan pudieran ser usados en el futuro para amortiguar los efectos de la crisis. El Estado asumió las deudas privadas de las empresas y, una vez saneadas, las vendió a los capitalistas argentinos y extranjeros (sobretodo estadounidenses y españoles), frecuentemente por debajo de su valor real.
La convertibilidad no fue la causa de la crisis sino un reflejo de la debilidad y dependencia del capitalismo argentino que, a medida que la crisis de sobreproducción que afectaba a la economía productiva iba desarrollándose, la agravaba hasta extremos insoportables. El capitalismo argentino estaba entre la espada y la pared: siendo una de las economías que más dependen decapitales extranjeros, para seguir atrayéndolos (o para que no huyesen los que habían llegado), debía mantener la paridad con el dólar e incluso ofrecer tipos de interés cada vez mayores, llegando al absurdo de financiar el pago de los intereses de la deuda con más deuda. La vinculación del peso a un dólar cada vez mas fuerte agravaba tanto este problema como el de la competitividad de las exportaciones.
Finalmente, el endeudamiento llevó al colapso financiero al Estado y a las empresas porque, además, la profundidad de la recesión durante el 2000 y el 2001 recortaba cada vez más la actividad económica: caída brutal del consumo como resultado del desempleo y los recortes salariales, desplome de la producción industrial y la inversión. El resultado de ese colapso de la actividad económica, agravado por la evasión de impuestos y capitales, fue la bancarrota financiera del Estado que se añadió a la crisis de sobreproducción y a la de la deuda. La suma de todos estos factores provocó una espiral descendente que llevó a la economía argentina al mayor colapso de su historia.
El “corralito” fue, inicialmente, un intento de evitar una crisis de liquidez, de dinero contante y sonante, en los bancos que provocara la bancarrota completa de la economía argentina ante la retirada masiva de dinero de los mismos. En la práctica fue un robo descarado del dinero de millones de pequeños ahorristas, capas medias, jubilados y trabajadores, después de toda una vida de esfuerzo y trabajo duro, a los además se condenaba a cargar el peso de la inevitable inflación y depreciación del peso sobre sus espaldas. Esta medida se unía a una precarización en las condiciones de vida de los trabajadores y las capas medias que ya había llegado a límites insoportables. El número oficial de indigentes es actualmente de cuatro millones, seis según otros datos, y 19 millones viven en la pobreza en un país de 37 millones de habitantes. La esperanza de vida está estancada desde hace dos décadas y la desocupación ha subido de un 13% en 1997 a un 25% según las estadísticas oficiales.
Primero, bajo el gobierno peronista de Menem y después con el de la Alianza con De la Rúa se aplicaron las mismas políticas antiobreras. Estas políticas provocaron luchas muy importantes de los trabajadores, de los desocupados que organizaron el movimiento piquetero, de los estudiantes, etc. En concreto, sólo bajo el gobierno de la Alianza se convocaron 8 huelgas generales que dieron una buena medida de la combatividad y la disposición a la lucha de los trabajadores argentinos. La última de ellas el 13 de diciembre del 2001 que tuvo un acatamiento masivo en la industria y el transporte.
Las elecciones de octubre de 2001 ya evidenciaron el enorme malestar existente. Lo único que por el momento lo mantenía sin explotar era el papel de contención de los dirigentes de los tres sindicatos ofreciéndole al gobierno después de cada huelga general una nueva tregua. La principal característica de estas elecciones fue el “voto bronca” (abstención y nulos) de trabajadores, jóvenes y capas medias, que ya reflejaban su enorme descontento con la situación. Otro aspecto muy importante de los resultados electorales fue el crecimiento de la izquierda, que en el gran Buenos Aires reunió un 27% de los votos, reflejando la búsqueda de una alternativa revolucionaria por parte de sectores importantes de la juventud y la clase obrera.
La instauración del “corralito” por el gobierno de De la Rúa y la reducción de salarios, jubilaciones y pensiones, unido al hambre y miseria creciente entre las masas desocupadas, generaron directamente la explosión de diciembre pasado. El intento de De la Rúa de frenarla mediante la represión y el estado de sitio (hubo 30 asesinados) indignó todavía más a las masas. La burguesía argentina —por primera vez en su historia— veía caer a un gobierno electo como consecuencia directa de una insurrección popular en las calles y tuvo que buscar entre bambalinas un nuevo gobierno. El desfile de presidentes posterior fue un reflejo de su debilidad, derivada del ascenso revolucionario de las masas.
Los acontecimientos revolucionarios del 19 y 20 de diciembre del 2001 no fueron resultado de una explosión de rabia espontánea, y mucho menos un movimiento apolítico de las capas medias limitado a pedir la devolución de sus ahorros, como pretenden algunos; sino el resultado de la combinación de la experiencia de lucha acumulada por los trabajadores y desocupados a lo largo de los últimos años y de la incapacidad de la burguesía argentina para seguir haciendo avanzar el país. Sólo entendiendo esto podemos comprender la situación actual y actuar correctamente ante la revolución en marcha.
¿Quién tiene la culpa de la crisis?
Se convirtió en un lugar común la afirmación de que los problemas que tenemos los trabajadores, la juventud, los pequeños comerciantes y ahorristas provienen exclusivamente de la existencia de políticos y jueces corruptos, que llevaron la plata y arruinaron la nación. Es verdad que son todos ladrones y sinvergüenzas, pero no es toda la verdad como ya explicamos. Independientemente de que las actuaciones de estos parásitos puedan haber agravado en parte los problemas que padecemos, no hay que olvidar que esta gente es mera testaferra de los grandes grupos económicos del país, nacionales y extranjeros. En la práctica actúan como los agentes políticos y judiciales de los capitalistas. Los problemas que afectan a las familias trabajadoras (desocupación, bajos salarios, aumento de precios, falta de vivienda, creciente degradación de la sanidad y la educación públicas, aumento de las tarifas de los servicios públicos, pobreza creciente, delincuencia, etc) tienen su causa en el control que ejercen un puñado de grandes banqueros, empresarios y estancieros sobre los recursos productivos y la riqueza de nuestro pueblo, recursos y riqueza creada por los trabajadores diariamente con su esfuerzo, con sus manos y su cerebro.
Una economía en el abismo
El objetivo que se trazó la burguesía argentina y el gobierno de Duhalde desde sus inicios fue, con la reducción de los gastos estatales, el recorte de los salarios y de los gastos sociales (educación, sanidad, vivienda, etc), la devaluación de la moneda y la ayuda del FMI, poder sanear las empresas incrementando las exportaciones lo suficiente como para reanimar la inversión y que la cadena inversión-producción-consumo—beneficios pudiera volver a funcionar con relativa normalidad al cabo de un tiempo. Pero dado que la crisis se estáá precipitando rápidamente sobre Uruguay y Brasil, las exportaciones argentinas a estos países también están cayendo, agravado por la devaluación de las monedas de estos países para esquivar la crisis también a través de sus exportaciones. Por esta razón, la clase dominante argentina necesita más que nunca atacar hasta los huesos las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores, y en un contexto donde el movimiento convulsivo de las masas les impide un ataque directo, la colaboración de los dirigentes sindicales les resulta vital para empezar a recomponer mínimamente la situación.
Pero los capitalistas argentinos, estos grandes “patriotas”, con una situación infinitamente más favorable para invertir que la actual, sacaron durante los últimos diez años miles de millones de dólares del país (los Fondos en el exterior pasaron de 50.077 millones de dólares en 1991 a 130.000 millones en el 2001), y actualmente siguen sacando afuera entre 2.000 y 3.000 millones de dólares por mes. En un contexto como el actual no van a invertir. Por su parte, las grandes multinacionales tampoco lo van a hacer significativamente; de hecho, lo que empezaron a hacer muchas es retirar parte de sus inversiones. En el mejor de los casos, las inversiones que se podrían realizar serían, más que para crear empresas nuevas, para conseguir a bajo precio empresas en crisis que consideren que pueden resultarles rentables en el futuro. Esto resulta insuficiente para generar una recuperación seria de la economía.
El imperialismo no parece demasiado dispuesto por el momento a facilitarle a la burguesía argentina nuevos fondos para intentar posponer las peores consecuencias de la crisis. Hacerlo sentaría un precedente peligrosísimo cuando “nuevas Argentinas” son más que probables y la economía mundial está en recesión. El propio FMI dejó claro que, en cualquier caso, la ayuda del FMI consistirá a lo sumo en una prórroga durante dos años de los intereses de la deuda externa; pero que no va a entrar ni un solo dólar más al país. Por supuesto que este acuerdo tan generoso está condicionado al ajuste de los gastos estatales; es decir a generar más sangre, sudor y lagrimas en millones de empleados públicos y de familias trabajadoras.
Aun en el caso de que concediesen la ayuda que pide la burguesía argentina (hubo tímidas presiones en esa dirección por parte de los capitalistas españoles y franceses con intereses en nuestro país) tampoco parece que esto pueda ser suficiente para permitir por sí solo una salida rápida de la crisis. Dada la profundidad de la depresión argentina, el contexto de crisis de la economía mundial y las políticas de saqueo del imperialismo en toda Latinoamérica, parece que ni siquiera una ayuda importante del FMI pueda cambiar decisivamente el rumbo de los acontecimientos; como mucho influiría en el ritmo de éstos y ni eso es seguro.
La única forma que tiene la burguesía de superar las crisis periódicas de sobreproducción de su sistema es destruyendo masivamente fuerzas productivas y expoliando aún más intensamente que antes al resto de la sociedad, especialmente a los trabajadores asalariados. Estas crisis son el mecanismo a través del cual el sistema se deshace de las fuerzas productivas que desde el punto de vista del beneficio privado deben desaparecer porque ya no son rentables. De este modo, las partes del capital rentables se valorizan aun más. Las empresas que no pueden soportar la crisis desaparecen dejando una estela de despidos y pobreza detrás de ellas, pero sus mercados (o las partes que aún sean rentables) son copados por las que se mantienen. Este proceso está en pleno desarrollo en Argentina. Por supuesto, en un determinado momento —especialmente después de un período prolongado de destrucción de fuerzas productivas— si hubiera una recuperación de la tasa de ganancia de los capitalistas, éstos volverían a invertir y el crecimiento económico se reactivaría.
Lo más probable es que la recesión mundial actual sea profunda y, en un contexto semejante, el panorama para una economía en plena depresión como la argentina va a ser muy negro. Una recuperación lo suficientemente sólida de la economía argentina que permitiese aplazar de forma duradera los ataques que necesitan aplicar y estabilizar la sociedad mediante concesiones significativas a las masas está prácticamente descartada. La salida definitiva de la crisis, bajo el capitalismo, pasa por someter a la clase obrera y los sectores populares a nuevas penalidades, más explotación y miseria.